Artículo publicado en la BBC por Daniel Pardo
“Carlos es el segundo hijo que debo enterrar por la delincuencia”, me dice Jorge.
Sentados en el porche de su casa, en una zona de Venezuela donde las puertas principales tienen marcas de disparos y la mitad de las viviendas están abandonadas, nos acompaña un grupo de familiares y vecinos que vinieron a dar el pésame.
A Carlos, que tenía 19 años, lo mataron hace menos de 48 horas.
Entre los presentes está Juliana, una niña de 13 años que mientras tanto amamanta al bebé que tuvo hace dos semanas con el difunto.
“Lo mataron por matarlo”, continúa Jorge. “Son cuestiones de la delincuencia; el diablo se les mete en la cabeza a estos jóvenes y ya después de eso no le paran bolas a uno (hacen caso)”.
Estamos en Barlovento, “tierra ardiente” de Venezuela 100 kilómetros al este de Caracas que bien podría ser una potencia en turismo y producción de cacao.
Aquí, la lógica de violencia parece haberse aliado con la pobreza extrema.
Aunque en las costas hay lujosos yates navegando en playas de postal, en el interior los niños juegan a llenar botellas de gaseosa con la arena del piso.
Hace una semana, justo un día después de mi visita, 1.300 oficiales de las fuerzas de seguridad del Estado entraron a Barlovento como parte de la Operación de Liberación del Pueblo (OLP), una reciente campaña del gobierno de Nicolás Maduro para tomar zonas controladas por bandas armadas.
La consolidación de estas pandillas dedicadas al narcotráfico, la extorsión y el secuestro en ciertas localidades es la nueva faceta del crimen que mantiene a Venezuela como el segundo país con más homicidios del mundo detrás de Honduras.
Poco menos de 25.000 personas murieron por el crimen en Venezuela en 2014, según el Observatorio Venezolano de Violencia, un centro de estudios.
Las últimas cifras oficiales, de 2013, estimaron más de 11.000 homicidios en el año.
Zonas de paz
En 2013, el gobierno se sentó a dialogar con cientos de bandas para impulsar un proceso de desarme y reinserción social de los delincuentes.
A cargo del entonces viceministro del Interior José Vicente Rangel Ávalos, las conversaciones les exigían a las pandillas dejar la delincuencia y desmovilizarse.
A cambio, el gobierno les proveería empleo e insumos para la producción.
Rangel –hijo del exvicepresidente José Vicente Rangel– dijo que se reunió con 280 bandas y declaró en la televisión pública algunas de estas zonas como “territorios de paz”.
BBC Mundo solicitó entrevista con Rangel Ávalos, hoy secretario de la Comisión Presidencial para la Paz y la Vida, pero al momento de la publicación no habíamos obtenido respuesta.
La versión sobre la tregua que da la policía de Miranda, el estado donde se encuentran la mayoría de estas bandas, es otra: “Las negociaciones les dieron a las bandas control de las zonas y les permitió ganar más poder del que ya tenían”, le dice a BBC Mundo el comisario Elisio Guzmán, director de la PoliMiranda, estado gobernado por el excandidato presidencial y líder opositor Henrique Capriles.
Se les denominaron “zonas de paz”, a pesar de que no hay decreto o campaña que así las denomine.
“Las zonas de paz no existen. Es una expresión que ha comentado la oposición para sabotear el trabajo de pacificación”, le dijo Rangel Ávalos al portalContrapunto.
Pero en algunas localidades donde hubo negociaciones los vecinos comentan haber visto vallas que declaraban el territorio como “zona de paz”. Pero las quitaron.
Según PoliMiranda, el número de homicidios en el estado aumentó en 2014 respecto a 2013, una tendencia que Guzmán atribuye a las negociaciones.
PoliMiranda calcula más de 60 zonas de paz en un estado que rodea a Caracas por todos los lados y uno de los más grandes del país en población.
“La palabra”
Antes de los allanamientos, el pastor Frank Huiz, de 43 años, era la única persona que, sin vivir ahí o ser delincuente, podía entrar y salir a las zonas de paz de Barlovento sin que lo miraran con sospecha.
En una vieja camioneta pickup, Frank entra a la zona cual celebridad: sonando la bocina del carro, saludando a medio mundo, “dándole la cola” (llevando) a cualquiera que camine por estas desoladas y agujereadas carreteras.
Algunos de los que saluda, jóvenes que se montan en su carro, llevan un arma en los pantalones –me explica el pastor, entre risas, cuando le pregunto qué cargan ahí dentro.
“Estos delincuentes viven acá llenos de ira, encerrados porque si salen se deben enfrentar con otra banda o con la policía”, dice mientras conduce.
“Muchos de ellos deben meterse en esto por presión social, porque si no matan, los matan”.
Por el paisaje se ven plantaciones de cacao y hombres de edad secando las semillas sobre el pavimento.
No hay muchos comercios. Las canchas de fútbol están estropeadas. Los lugares públicos por excelencia son los porches como el de Jorge, en pequeñas pero coloridas casas.
Si no fuera por la delincuencia, dice Huiz, esta zona ya habría salido de la pobreza.
La guerra entre bandas y la delincuencia es un cuento viejo en esta región, explica. Pero de dos años para acá –continúa– “están más armados y son más crueles”.
En estos días, por ejemplo, una de las bandas locales mató a un enemigo, le cortó la cabeza con una motosierra y la puso en una plaza para marcar territorio.
Huiz tiene contacto frecuente con los “malandros” y a muchos, dice, ha logrado sacarlos de la delincuencia “a través de la palabra”.
Es decir, de la cátedra evangélica.
“¿Qué le puedes pedir tú a un adolescente que no tiene padre, que su madre es alcohólica y debe cuidar a otros seis niños, que no lo pueden llevar al colegio del barrio más cercano porque está la banda enemiga, que desde los 12 años tiene acceso a un arma?”, se pregunta el pastor.
O para explicar la violencia de otra manera, añade: “Acá los niños juegan a ser malandros. ‘¡Toma, deliciero!’, se gritan entre ellos”.
Los niños lo dicen en referencia a Las Delicias, uno de los barrios controlados por bandas.
Y el pastor se vuelve a reír, tapándose la cara.
“Paramilitares colombianos”
Así como en Barlovento, donde según cifras oficiales desmantelaron 8 bandas y detuvieron a 83 personas, la OLP ha cubierto varias zonas del país.
Hace un mes en Caracas, en un barrio conocido como la Cota 905, el operativo dejó 15 muertos y 134 detenidos, según el reporte oficial, de los cuales 19 fueron formalmente acusados en la Fiscalía.
En la ciudad de Maracay, hace un par de meses, los allanamientos dejaron 10 muertos y casi 900 detenidos, de quienes 16 siguen en la cárcel.
En Montalbán, Caracas, recuperaron 260 apartamentos y arrestaron a 212 personas.
Las informaciones las suele dar por televisión el ministro del Interior, Gustavo González López, vestido con un chaleco antibalas.
Los operativos han sido reprobados por ONGs de derechos humanos, que denuncian allanamientos ilegales, detenciones arbitrarias y tratos crueles.
Sectores opositores dicen que la política de seguridad del gobierno ha sido “pasiva y permisiva” y califican la OLP como una estrategia mediática de campaña en vísperas de las parlamentarias en diciembre.
Pero el gobierno dice que las críticas a la OLP responden a “intereses politiqueros y financieros”, según denunció el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello.
BBC Mundo pidió una entrevista con el ministro del Interior, Gustavo González López, pero no obtuvo respuesta.
El presidente Maduro informó que decretará, a través de los poderes especiales que le otorgó la Asamblea, un conjunto de leyes para fortalecer la OLP.
Y ha dicho: “Voy a liberar a Venezuela del paramilitarismo”.
De acuerdo al oficialismo, las bandas criminales que operan en Venezuela están integradas por paramilitares colombianos financiados por políticos de derecha como el expresidente de Colombia Álvaro Uribe, quien rechaza las acusaciones.
“No recuerdo cuánta gente he matado”
En una zona de paz en los Valles del Tuy, otra verde región de Miranda pero al oeste de Caracas, le pregunté a uno de los jefes de una banda si es paramilitar.
“Esas son puras ganas de politizar”, dijo. “Acá los únicos colombianos son tan venezolanos como yo”, señala, en referencia a los inmigrantes colombianos que llegaron hace décadas a Venezuela.
El delincuente, que llamaremos Eduardo, me recibió en un barrio de Ocumare del Tuy, un pueblo mirandino, donde se refugia su banda de entre 30 y 40 personas.
Flaco, con ropa vieja y modesta, marcado por todo tipo de cicatrices en el cuerpo, Eduardo dice que empezó a robar a los 13 años, hace 17.
“A los 20 comencé a matar y hoy solo me dedico a golpes grandes”, dice.
Y añade que esta semana extorsionó a una persona rica de Caracas por 500.000 bolívares, unos US$2.500 a la tasa oficial más alta.
“Investigamos al tipo, hablamos con gente que lo conoce, y le pegamos un susto”, relata.
¿Y cómo es el susto?, le pregunto.
Se ríe. Saca una pistola nueve milímetros pintada con líneas amarillas y me la pone cerca de la cara, sin apuntarme directamente.
“¿Te sientes asustado, así, cuando te la muestro? Bueno, eso es un susto”.
Los presentes se ríen.
Eduardo dice no recordar el número de personas que ha matado.
“A veces me pasa que me acuerdo de uno que tenía borrado y digo ‘ahhhh verdad'”.
Cuenta que no tuvo padre. Que tiene varios hijos por los que debe trabajar. Que la plata no alcanza y por eso delinque.
Pero ahí se detiene, y me mira de reojo: Eduardo prefiere omitir más detalles personales.
Sin madre, sin instituciones
“En una sociedad donde la figura de la madre es central, cuando falta el afecto materno se generan ideales como la individualidad o heroicidad que promueven la delincuencia”, dice Mirla Pérez, profesora de antropología de la Universidad Central de Venezuela.
Pérez dice, sin embargo, que la causa principal de la violencia es la falta de instituciones.
Y Guzmán, el comisario de Polimiranda, coincide: “En un país donde el 90% de los homicidios no tienen ningún tipo de consecuencia legal y donde las cárceles están controladas por delincuentes (conocidos como Pranes), se cocina el caldo de cultivo para que bandas como estas operen sin dificultad”.
“Crecen en las plantas”
Cuando le pregunto a Eduardo si le asustan los operativos de la OLP, hace un gesto de sonrisa irónica.
En el caso de la Cota 905, medios locales reportaron, citando fuentes policiales, que los jefes de las bandas no fueron arrestados porque antes del operativo les filtraron la información y se fueron.
Eduardo hace eco a esos reportes: “Mira lo de la Cota 905; allá arrestaron y mataron gente inocente pero los grandes capos están libres”.
Y uno de sus “convive” (colegas) añade: “En Venezuela el que está en la cárcel es porque es idiota”.
Cuando arrestaron a uno de ellos hace unos meses, cuentan, sobornaron al juez y al abogado público con carros y otros bienes.
Estamos en un pequeño patio del barrio por el que pasan niños en bicicleta y madres con sus bebés. Suena reguetón a todo volumen. Se fuma marihuana en papel kraft.
De repente uno le dice a la señora que pasa: “Disculpe lo malo, doña”.
Todos participan a la vez en la conversación. No se quedan quietos más de 5 minutos. En la misma moto, unos van y otros vuelven.
Después revelan que conseguir armas en Venezuela es fácil, aunque costoso: una pistola vale 200.000 bolívares, por ejemplo, unos US$1.000 a la tasa oficial más alta.
Prácticamente el único productor e importador de armas en Venezuela es el Estado, que, según estudios de ONGs, es la mayor fuente de armamentos para bandas armadas.
Los delincuentes de Ocumare corroboran estas versiones, aunque añaden que las diferentes bandas se venden armas entre ellas, incluso a veces por medio de un sistema de subastas en chats colectivos de celular.
Las denuncias de los delincuentes me llegan todas al tiempo, mediadas por sus rocambolescas expresiones.
Grabar o tomar notas –o fotos– no es una posibilidad.
Entre el reguetón y los comentarios, escucho una frase, de uno de los más viejos, que me queda grabada: “En Venezuela pareciera que las armas crecen de las plantas”.
“Con nosotros estás en casa”
Según la prensa local, Ocumare de Tuy es una de las zonas más peligrosas del país: se reportan matanzas, robos y secuestros.
Según cifras de PoliMiranda, el municipio Tomás Lander del que Ocumare es capital registra el mayor número de homicidios por cada 100.000 habitantes: 129 al año, muy por encima del promedio del país, que según el OVV es 89 por cada 100.000 personas.
Pero de acuerdo a los delincuentes, Ocumare dejó de ser peligroso después de que hace dos años las diferentes bandas firmaron una tregua que delimita la zona de cada una y les garantiza que la policía no entra.
“Acá no se mata al que no se lo busca”, me dice el vigilante de una escuela que está parcialmente inundada.
¿Esa es la versión ocumareña de la zona de paz?, les pregunto a los delincuentes.
Asienten, aunque no entienden bien qué es eso de las zonas de paz: “Acá firmamos una paz entre las bandas que ha funcionado, pero el gobierno yo no sé qué tuvo que ver”, dice uno.
Y otro de los presentes lo corrige: “¿Tú eres bobo? La iniciativa fue del gobierno, o si no por qué crees que la policía acá no se mete”.
Algunos analistas dicen que estas zonas funcionan como gobiernos paralelos, aunque informales, en un estilo de extensión de lo que se vive en las cárceles, donde la figura de autoridad es el Pran.
Ese podría ser el caso de Eduardo, el mayor y de más experiencia entre los presentes.
“Nosotros ya no jodemos (robamos) a la gente de la zona; nos enfocamos en los ricos de Caracas”, dice.
Entre más cerca esté uno del Pran, más lejos del peligro.
Los jóvenes me hablan de sus fiestas, que –dicen– es la mejor forma de ver cómo funcionan las cosas acá.
“Allí cada uno lleva sus armas para mostrarlas”, explica Eduardo, como quien guarda la joya más fina para el viernes en la noche.
“La próxima vez vienes a una fiesta”, me dicen, ansiosos por la que tienen en la noche.
“Sin nosotros tú no sales de acá sin que te maten; pero ya con nosotros estás en tu casa”.
@pardodaniel