Publicado en El Pais
Topar con una palabra del siglo XVII en la prensa digital del siglo XXI me vale un Potosí
Fue mi primera palabra favorita.
El brulote de Henry Morgan, habría podido titularse el cuento que, de niño, más me gustaba oír contar a mi madre.
El pirata se aventuraba en el gran lago de Maracaibo, un día de fines del siglo XVII, con 15 navíos y 600 hombres. Saqueaba entonces la ciudad, y encolerizado con los vecinos ricos que habían logrado huir, salía en su persecución con ayuda de los resentidos esclavos que delataban los escondites de sus amos. Los acorralaba en el pequeño puerto lacustre de Gibraltar, varias millas al sureste, y los torturaba despiadadamente, día y noche, hasta sacarles el secreto de dónde habían ocultado el oro y las joyas. El problema entonces estaba en cómo regresar a mar abierto, con la barra del lago bloqueada por una fuerte escuadra española.
Me pregunto de dónde sacaba mi vieja, apacible maestra de escuela caraqueña, tanta anglófila simpatía por el sanguinario bucanero que, por donde pasase, dejaba invariablemente tras de sí villas incendiadas y secaderos de cadáveres.
La barra del lago de Maracaibo es un estrecho que comunica el estuario —nuestro lago es, en rigor, un estuario— con el Mar Caribe y estaba flanqueado por fortificaciones artilladas. Morgan recibe una carta del gobernador español, don Alonso del Campo, intimándole a la rendición.
La carta está escrita en español, pero como Morgan no habla nuestro idioma, es un anciano bucanero (¿holandés?, ¿español?) que 20 años atrás combatió en Flandes quien traduce a lengua de germanía el documento, ante una multinacional asamblea de corsarios reunida en la cubierta de la nave capitana. Morgan decide no responder y aguardar la llegada de la noche.
Según mi mamá, la idea salvadora no fue de Morgan, sino de uno de sus secuaces. El plan era sencillísimo: esperar los vientos del sur y embestir la escuadra española echando por delante un brulote.
Un brulote (del francés brûler: quemar) es un barco cargado hasta las bordas de brea y otros materiales inflamables, tripulado por muñecos disfrazados y con falsos cañones de madera asomando por las bocas de fuego, que se enfila contra la flota enemiga procurando incendiar sus buques, o al menos, dispersarla. Los hombres de Morgan estuvieron muy ocupados aquella noche.
El brulote de Morgan hizo estallar la santabárbara de la nave mayor española, y entre fuego de arcabuces y culebrinas, ganaban mar abierto los bucaneros de mi mamá y no paraban de navegar hasta atracar en Jamaica y desembarcar en las tabernas y burdeles de la hoy sumergida Port Royal. Ahí terminaba el cuento, cuya moraleja era —cuál otra podría ser— más vale maña que fuerza.
La palabra brulote acaba de regresar a mí en los reportajes sobre el hallazgo del pecio (“pecio”, ¡palabra submarina!) del galeón español San José, hundido en batalla naval por los ingleses en 1708, cerca de Cartagena de Indias. En la batalla, la Armada inglesa se sirvió de brulotes.
El San José se fue a pique con un tesoro que hoy vale miles de millones dólares y es asunto de un contencioso internacional entre España, Colombia, la Marina Real inglesa y una empresa gringa de buzos cazadores de tesoros.
Para ser franco, me importa un clavo doblado quién se quede al fin con los doblones de Felipe V. Pero esto de topar de nuevo con una palabra del siglo XVII en la prensa globalizada y digital del siglo XXI sí me vale un Potosí: me ha puesto a fantasear durante días con Brulote, el nuevo filme de Steven Spielberg, con guión de mi mamá y Gary Oldman en el papel de Henry Morgan.