Publicado en El País
Por: Ibsen Martínez
La comprensible bajamar de las protestas de la oposición venezolana que se prolongaron por más de 100 días y 163 muertos deja ver, ya a las claras, una dictadura feroz, despiadada y dispuesta a todo. Una dictadura sin precedentes que permitan columbrar el modo de derrocar a un posmoderno cartel de narcogenerales y fichas de lo que Teodoro Petkoff alguna vez llamó “la izquierda borbónica”, esa que ni olvida ni aprende. Esa coalición es instrumento, a su vez, del protectorado cubano que vampiriza la riqueza petrolera, hoy muy menguada, pero que medida por estándares cubanos es riqueza al fin.
Consumado el fraude electoral más escandaloso del último siglo latinoamericano, la conversación pública expresa estupor, abatimiento, desconcierto y rabia. La idea de que Nicolás Maduro haya podido salirse con la suya, haciéndose dueño del poder total, cuando todo parecía indicar la inminencia de un desenlace favorable al retorno a los usos democráticos, resulta intolerable para muchos.
Es muy propio del talante opositor venezolano el que nadie sepa hoy describir ese tan esperado desenlace. Sin embargo, no mentirá quien diga que en la trastienda de la mente de millones de venezolanos se fantaseaba con un pronunciamiento militar que obligase a Maduro a abandonar la escena. Esa figuración del fin invocaba la memoria ancestral que muchos venezolanos aún guardan de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958.
La escena primordial de nuestra ¿ya perdida? democracia sugería que al fragor de las sangrientas escaramuzas callejeras seguiría la irrupción de un mitológico militar imbuido de espíritu justiciero que pondría en fuga a la cúpula del cartel de Maduro facilitando la transición a un gobierno de concordia nacional. Lo que ocurrió, en cambio, fue algo que devolvió la iniciativa a la dictadura: un descomunal referéndum fraudulento cuyas consecuencias totalitarias se llevan adelante con impavidez, determinación y unicidad de propósitos.
Desde entonces, la ofuscación y la impotente rabia colectivas se desfogan en las redes sociales. Menudean en Twitter acusaciones de todo tipo. El culpable favorito, sospechoso de colusión y “colaboracionismo” con el régimen, es la opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD). ¿Hay razón para ello? Veamos.
El régimen ha anunciado un adelanto de elecciones estatales para octubre que ha precipitado una masiva y se diría entusiasta inscripción de candidatos de la MUD a gobernadores. Y esto cuando, justamente, la dictadura persevera en encarcelar e inhabilitar a alcaldes de oposición elegidos por el voto universal y continúa reprimiendo brutalmente las marchas de protesta. Con ello ha arreciado el vendaval de dicterios contra la clase política. Los líderes partidarios de participar en las elecciones de octubre no han logrado hacer valer el argumento estratégico de que “no debe cederse ningún espacio a la dictadura”.
Los políticos partidarios de acudir a las elecciones regionales han tratado de descalificar las críticas como infantiles efusiones de tuiteros iracundos, ignorantes de las complejidades de la política. Sin embargo, voces muy calificadas e insospechables de andar en tejemanejes, políticos de mucho relieve y predicamento, como María Corina Machado o el respetado exparlamentario Gustavo Tarre Briceño, también recriminan el olvido en que esos candidatos de oposición parecen haber dejado caer el mandato que en la consulta popular del 16J les otorgaron siete millones y medio de venezolanos: oponerse a la constituyente fraudulenta y a todos sus designios.
Tarre afirma que, al participar en esas elecciones, “se legitima, así sea bajo protesta, la autoridad de un árbitro que ya sabemos totalmente parcializado, culpable de innumerables delitos electorales y desconocida por buena parte de la comunidad internacional”. La discordia opositora anuncia tiempos aún más duros y oscuros para Venezuela.