Publicado en El País
Quizá hacer malabares bajo semáforos no alcance sino para la piedra de bazuco.
Desde el día en que me mudé a Bogotá hice amistad con el jefe de una brigada de paseadores de perros que frecuentan el Parque del Virrey.
Se comunican entre ellos con transmisores radiales two-way. Coordinar paseadores de perros de gente pudiente: he ahí una destreza envidiable, un talante emprendedor que echo de menos en mí mismo cuando me comparo con esa feliz gente.
Ciertamente, hay método en su modo de desplegarse por nuestras ciudades. Me sorprende el cariz transnacional del gremio: parece que la ola comenzó en el DF —en alguna de las glorietas de Reforma, ¿quizá?— y bajó hacia Suramérica. En Caracas, Bogotá y Buenos Aires se les puede ver; también en Guayaquil y en La Paz. Me late que en Lima debe haberlos y también en Santiago de Chile, pero hace años que no voy por esos rumbos.
Mi hijo es economista. Sabe mucho de modelos predictivos y cosas así. El otro día lo llamé para comentarle que pensaba escribir un artículo sobre los circenses de semáforo. Quería hacerle unas cuantas preguntas, compartir ideas sueltas.
—¿Un artículo como los de Tim Harford? —preguntó, entre incrédulo y burlón— ¿Sobre los malabaristas de semáforo? ¿Vuelves con eso? Llámame más tarde, ¿sí?; ahora estoy ocupado.
Mis preguntas son las mismas cada vez que avisto una pareja de circenses informales. Siempre andan en parejas, como las guacamayas caraqueñas. Allá en Caracas, los malabaristas entrenan en rincones apartados del Parque del Oeste. Volatines, clavas y tragafuegos. No se han reportado trapecistas hasta ahora.
¿Dónde está el negocio? ¿El beneficio? El espectáculo consume apenas el lapso asignado a la luz roja. Y sólo alcanzan a hacer una reverencia y apenas uno que otro automovilista les echa una moneda en el sombrero hongo.
En un tiempo di en pensar que son la tapadera de algún otro negocio, de algún manejo turbio bajo la parodia, pero que me aspen si llego a imaginar cuál pueda ser. Llevaba años mirándolos de lejos y entregándome a estas divagaciones sin salida hasta que, una de estas noches, tuve un encuentro cercano de primera especie con un dúo de semáforo.
Fue en la esquina de la carrera 13 con calle 31. Me disponía a atravesar la calzada y allí estaban: una astrosa chica de unos 20 años arrojaba fuego por la boca, junto a un malabarista varón, apenas un poco mayor y mucho más zarrapastroso. Advertí que yo estaba parado junto al bidón de gasolina y sus morralitos.
Esperé a que terminasen y, como si estuviera en un camerino, felicité a la chica cuando regresó a la acera y le pregunté si no era peligroso, o al menos dañino, eso de inhalar gasolina y exhalar fuego. Mi miró con ojos de bazuco; babeaba saliva de 80 octanos. Sonrió y me dijo que no corría ningún peligro. Eso, al menos entendí, porque no hablaba exactamente: tartajeaba incoherencias pero sonreía, tranquilizadora. El malabarista me dijo con aspereza que no la molestara.
Quizá eso de pararse a hacer malabares bajo los semáforos no alcance sino para la piedra de bazuco y eso sea todo lo que hay que saber sobre los cirqueros de la calle. Pero Ernesto Sabato escribió un “informe sobre ciegos”; ¿por qué no intentar uno sobre los malabaristas del DF, Bogotá o Caracas? Pero no soy Tim Harford.