Publicado en El Espectador
La socialdemocracia europea del siglo XX se inventó como antídoto contra la dictadura del proletariado.
Marx y Engels fueron socialdemócratas en el siglo XIX, cuando el nombre todavía abarcaba a quienes se ubicaban a la izquierda del liberalismo y del conservatismo clásicos, al tiempo que no comulgaban con el anarquismo en sus distintas formas. Después se decantaron dos corrientes en esa socialdemocracia: la revolucionaria, regida por un marxismo determinista y dogmático, y la reformista, menos rígida y más variada. Hasta 1917 había sobre todo un debate de ideas, que de tarde en tarde llegaba a las calles, pero ese año Lenin y sus bolcheviques les infligieron a los mencheviques —los socialdemócratas reformistas rusos— una derrota tan aplastante, que cavó un foso insondable el cual solo vino a zanjarse en 1989 con la caída del Muro de Berlín.
Así pues, la acusación según la cual la socialdemocracia se diseñó como antídoto para la revolución leninista es cierta. Terminada la Primera Guerra Mundial, este antídoto pareció necesario por el dramático riesgo de contagio que se cernía, por ejemplo, sobre Alemania. En España, la amenaza revolucionaria fue tratada con un medicamento mucho más burdo: la dictadura franquista. Tras la Segunda Guerra Mundial, la necesidad del antídoto volvió a cobrar vigencia debido al surgimiento del Pacto de Varsovia y al dominio estalinista en Europa del Este. Podríamos sintetizar el dilema así: mientras Marx les pedía a los proletarios que se unieran a su religión porque no tenían nada que perder, los socialdemócratas les dieron a esos mismos proletarios muchos beneficios, cobrando para poderlos proveer tasas de impuestos que en algunos países, como Suecia, llegaron a ser confiscatorias. Sumarse a una ideología revolucionaria maximalista a partir de 1945 ponía en riesgo el Estado de bienestar y eso las mayorías europeas no lo aceptaron. Hubo, claro, otras corrientes políticas, pero en Europa Occidental la socialdemocracia fue la más importante en toda la segunda mitad del siglo XX.
En América Latina nunca se ensayó el antídoto socialdemócrata ante el peligro evidenciado por la Revolución cubana en 1959 y los posteriores los coletazos marxistas en otros países. ¿Por qué? Tal vez porque no teníamos con qué financiar antídotos ni contábamos con la suficiente disciplina ideológica. Hubo intentos insurgentes —el único exitoso fue el de los sandinistas en Nicaragua— y ejércitos contrainsurgentes de distinto cuño. Sin embargo, tras los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992, cuando las poderosas guerrillas salvadoreñas pactaron con la derecha del país, el espectro de la toma del poder por los movimientos guerrilleros se acabó en todo en el subcontinente. Colombia fue el último país con el problema, pero la derrota estratégica de las Farc y el Eln también resultó clara a partir de 2002.
Pues bien, ahora que la amenaza de las revoluciones leninistas en América Latina se disipó por cuenta del estruendoso fracaso del modelo en todo el mundo, el peligro se ha convertido en algo más incierto y mutante: el populismo. Para empezar, y como lo demuestran Chávez, Trump, Álvaro Uribe o el Brexit, el populismo puede ser de izquierda o de derecha, según los beneficiarios que escoge. Lo que todavía no se ha inventado es un antídoto moderno y eficaz contra esta amenaza que, por ejemplo, ha tenido a Estados Unidos en vilo y arruinó a Venezuela. Es un tema urgente.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes