Todo parece haberse salido de control. Las historias de la vida ordinaria de los venezolanos son cada vez peores. Son extraordinarias, desoladoramente extraordinarias. Historias de hambre. Hambre en mayúsculas. Hambre en los ancianatos, en los hospitales, en los colegios. Pero sobre todo, hambre en los hogares. El reportaje del pasado domingo en El Nacional titulado “Hacer mercado en la basura” refleja un nuevo punto de inflexión en la miseria que invade al país. Ahora, para muchos, la única forma de comer es escarbando en los basurales de los mercados. No estamos hablando de indigentes. Ni de yonquis de la droga. Estamos hablando de un diseñador gráfico, de un vendedor de jugos naturales o de un ama de casa. Es gente normal. Gente a la que antes su sueldo, por más exiguo que fuese, le servía para vivir, para comer tres veces al día, para tener otras urgencias. Ahora les toca elegir, entre la basura, las hojas de lechuga sobrantes, las cebollas no tan podridas, alguna mandarina marchita y vieja. Un día después leo el reportaje que advierte sobre el posible cierre de algunas casas de hogar para ancianos porque, sencillamente, no tienen para darles de comer. Y luego me topo con la noticia que cuenta cómo el Hospital Vargas tuvo que dar de alta a varios pacientes (aún enfermos, aún esperando para ser operados) porque sus familiares no tienen para llevarle suficientes alimentos. O el detalle cruel, inhumano, que informa una cocinera del Hospital Universitario: “Nosotros debemos rendir la comida sirviendo solo 10 gramos de proteínas, es decir, lo que cabe en una cucharilla de sopa”. Uno lee esta declaración recogida por la periodista Isayen Herrera en ese otro reportaje de El Nacional y se queda sumergido en un doloroso silencio.
El mismo día, la prensa reseña otra noticia pavorosa. A Jenny Ortiz, de 42 años de edad, le vaciaron una lluvia de perdigones en la cara en mitad de una protesta por comida. Le desfiguraron el rostro. Le destrozaron el tabique, un globo ocular, el lóbulo parietal derecho. Una salvajada a la que no sobrevivió. Jenny murió al poco rato. La asesinaron. El hecho tiene un culpable explícito: un funcionario de la policía del Táchira. Ella ni siquiera protestaba. Solo iba a buscar a su hijo, que tenía demasiado rato en la calle. El gesto lógico de una madre preocupada en un país convulso.
Esta muerte no convocará actos de desagravio por parte del régimen. No pasará lo que ocurrió con la mujer policía injustamente golpeada en una protesta de la oposición. No la convertirán en heroína y mártir de la revolución. A Jenny Ortiz no la llenará de elogios Nicolás Maduro. No la honrarán en cadena nacional. No la invitará Diosdado Cabello a su programa de televisión. Entre otras razones, porque a los muertos solo se les invita al cementerio.
Esto se fue de madre, se salió de tiesto. Cuando en un país la gente hace saqueos diarios de gandolas, camiones y depósitos de comida es porque el hambre tomó la palabra. Cuando las protestas por los estómagos vacíos son reprimidas de forma feroz por el gobierno es que la democracia fue dada de baja.
No es momento de estribillos revolucionarios, de consignas trasnochadas y de cantarle loas al comandante eterno, señor presidente. No sigan patinando en el lodo de los pretextos. No es el imperio, ni la derecha apátrida, ni una confabulación mundial lo que ocurre. Lo que realmente importa y acontece es que no están capacitados para resolver la crisis que ustedes mismos crearon. Es hora de reconocerlo. Es el momento de un histórico acto de contrición nacional. Asuman que han sido desbordados por la crisis. Que lo que ocurre es una vaguada monumental llamada caos. Abandonen la arrogancia. Hay hambre en el país, hambre dura y sostenida. ¿Son capaces de seguir escamoteando su responsabilidad? ¿Dónde está el límite entre su soberbia y la humillación y el hambre de un país entero?
Se nos acabó el tiempo a todos. O se impone la sensatez o triunfará la furia que sigue a la desesperación.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – junio 9, 2016
Extraordinario artículo. Fiel reflejo de la realidad.