Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
¿Por qué la proporción de ciclistas “asmáticos” es tan superior a la de la población general que padece esta enfermedad? Sospecho que es porque el salbutamol, el medicamento básico que se usa para controlar los ataques agudos de asma, también sirve para oxigenar mejor la sangre y rendir más en una carrera. De rebote, el salbutamol tiene un efecto anabolizante que aumenta la masa muscular. Se trata, como es obvio, de una sustancia controlada, cuya presencia excesiva en la orina de un ciclista se considera dopaje. Es casi imposible que las dosis de un inhalador terminen en una muestra de orina, de suerte que si figura allí lo más probable es que haya sido tomado en pastillas o inyectado.
Uno de estos ciclistas “asmáticos” es nadie menos que Chris Froome, el flamante tetracampeón del Tour de Francia, protagonista este año del raro doblete que lo llevó a ganar igualmente la Vuelta a España. La prueba que dio el positivo por exceso de salbutamol se tomó en septiembre, cuando en el aire de Europa ya no hay polen, que es lo problemático para los asmáticos. Además, el día de la muestra fue húmedo, haciendo que un ataque de asma fuera todavía menos probable. Sin embargo, el corredor declaró sin inmutarse que “mi asma se agravó durante la Vuelta, así que seguí los consejos del médico del equipo para aumentar mis dosis de salbutamol”. O sea, Froome iba como un cohete, pero, al mismo tiempo, ¿tenía fuertes ataques de asma y estaba enfermo? Sí, y la Luna es un queso volador.
Con el escándalo del salbutamol, salió a relucir un sainete más viejo que involucra a Froome, del cual, al menos yo, no tenía noticia. Froome creció en Kenia y en Suráfrica. Aprovechando que África suscita en el público ingenuo del Primer Mundo una clara superstición, alguien montó una novela según la cual el largo y pálido ciclista había rendido por debajo de sus posibilidades en los primeros ocho años de su carrera porque sufría de lombrices (técnicamente, esquistosomiasis), adquiridas tras haber bebido agua contaminada en algún paraje tropical mientras nadaba. De veras. ¿Un muchacho que asistió a sofisticados internados y que después, ya como ciclista, fue contratado por un equipo profesional de primer nivel en el que le hacen exámenes médicos rutinarios de todo tipo, tiene una dolencia endémica de parásitos intestinales que, por lo general, pueden ser eliminados con una semana de tratamiento? Eso dijo Froome y eso le creyeron en su momento los periodistas deportivos de varios países del mundo, con una credulidad asombrosa. Aquí, por ejemplo, un artículo inefable del Daily Mail inglés: http://dailym.ai/2oIGtKg. Dicen ahí que Froome también ha tenido blastosis, urticaria y tifo. Nos creen idiotas.
El síndrome de Lance Armstrong pesa sobre el ciclismo mundial. Para algunos, el dopaje debería estar permitido, al igual que el resto de las drogas. Otros, entre quienes me cuento, por más antiprohibicionistas que seamos creemos que eso cambiaría la naturaleza del deporte y terminaría por matarlo, pues lo convertiría en una competencia entre médicos, no entre deportistas. Además, aquí no se cumple la noción liberal básica, según la cual uno debe poder consumir lo que quiera, siempre y cuando no afecte a terceros, dado que el dopaje afecta a los deportistas rivales. De todos modos, tragar entero no se vale ni en ciclismo ni en ninguna actividad en la vida. Uno puede morir atragantado.