Publicado en El País de Madrid
Que la paz sea recibida con indiferencia por muchos colombianos es de las cosas más intrigantes para el extranjero que viene a vivir en Colombia.
Esto pudo sentirse con ocasión de la visita papal. La sorna que expresaban las redes sociales me recordó a muchísima gente que en Venezuela cree a pies juntillas la conseja según la cual Juan Manuel Santos está en la nómina de Nicolás Maduro.
Rumiar la idea fija de una conspiración que reúne a Nicolás Maduro, Raúl Castro y Juan Manuel Santos en torno a un mismo designio es característico de muchos compatriotas míos a quienes he llamado “venecouribistas”: abominan por igual de Santos y del papa Francisco.
Asimilan el origen argentino del pontífice a una filiación peronista, más precisamente kirchnerista y, por peregrina transitividad y negra magia empática, también chavista.
Recíprocamente, se leen y escuchan en Colombia insinuaciones que señalan la visita pastoral como una martingala engañabobos orientada a instaurar, llegado el momento y sin que se le ofrezca resistencia, una dictadura “castrochavista”.
Dicho sea de paso, aunque se discrepe de quienes así piensan, hay que reconocer el acierto de Álvaro Uribe al dar con una palabra que resume el parentesco esencial, la consanguinidad ya indiscutible que une al fraudulento socialismo del siglo XXI chavista con la interminable tragedia cubana.
Está claro, pues, que parte del escepticismo ante lo bueno que pueda traer a Colombia el posconflicto va de la mano con una desvalorización de la paz. Y cabe preguntarse, como lo ha hecho el escritor Andrés Hoyos, si esta equivale a una vergonzante nostalgia de la guerra.
Respuestas sumamente persuasivas a esa pregunta hallé en el libro de Jorge Giraldo Ramírez, Las ideas en la guerra (Debate, 2015).
Una de ellas, que el filósofo e historiador de las ideas ilustra cabalmente, se halla en la sostenida y prolongada elaboración, digamos teórica, que a lo largo de todo el siglo XX, y aun de parte del actual, hicieron ciertas élites colombianas para apuntar la noción de que la lucha armada era por completo inevitable.
No solo los hombres de la guerra, sino también académicos e intelectuales de mucha valía concibieron y propugnaron la violencia como único medio de alcanzar fines filantrópicos en la desigual Colombia. Asombra que tanta gente, incluso figuras que repudiaban principistamente la violencia, la tuviesen como inevitable. Giraldo explica parcialmente esto último con lo que Albert Hirschmann llamó la “fracasomanía” de los colombianos.
Un desolador efecto de esta idea de inevitabilidad de la violencia, observa Giraldo, fue el rechazo sectario a toda iniciativa política que abriese posibilidades a medios pacíficos y electorales, es decir, deliberantes y políticos, de alcanzar el poder.
Giraldo pasa minuciosa revista a los desdenes doctrinarios con que los violentos ignoraron las posibilidades abiertas por del Pacto de Benidorm, a fines de los años cincuenta, y las opciones que abrió a la lucha de masas la firma de la Constitución de 1991.
En varios momentos de su libro, Giraldo comenta la incapacidad de los mandos violentos y sus valedores intelectuales para identificar las ocasiones que hubiesen permitido imprimir un giro pacífico y democrático a sus métodos de lucha, en lugar de sembrar el país con millones de víctimas.
Esa ceguera condujo a la socarrona fórmula “combinación de todas las formas de lucha” que, en realidad, nombraba una sola: la armada.
Al firmar la paz y abrazar un proyecto electoral, las FARC han optado al fin por las formalidades democráticas. Sin cerrar los ojos a su pasado, un ecuánime sentido deportivo debería llevar a desearles mejor puntería en esta nueva y bienvenida oportunidad.