Publicado en El País
Por: Ibsen Martínez
Carlos Francisco Matute, de 27 años y carnicero de profesión, emigró de Venezuela hacia Colombia a fines de febrero de 2016, desolado por la muerte del pequeño hijo que procreó en Valencia con Elvira Antúnez. El pequeño, de solo 14 meses, había entrado a la estadística de mortalidad infantil atribuible a la inhumana escasez de medicamentos. Era el tercero de sus hijos.
Elvira y Carlos se juraron, sin embargo, traer otro chico al mundo y que no dejarían que una crisis humanitaria se los arrebatase. Carlos entró a Colombia con visa de turista y el puñado de dólares que la inflación y la especulación cambiaria le permitieron juntar en Venezuela. Soñaba con abrir un puesto de carnicería en Bogotá o en cualquier otra parte. Pensaba con fervor que lograría regularizarse migratoriamente y hacerse microempresario antes de que expirase su visa de noventa días.
Consiguió alojamiento, compró una bicicleta de segunda mano y muy pronto descifró el mapa de suburbios marginados de Bogotá. Entre tanto, iba tirando con chapuzas y dádivas.
En el día 87, tocó a Carlos el turno de morir cuando un ómnibus articulado del transporte público se subió a una acera en la localidad bogotana de Suba, arrollándolo. Carlos ingresó a una unidad de urgencias, ya cadáver, con el manillar de la bicicleta incrustado en el tórax.
Entre sus ropas, los funcionarios de Medicina Legal hallaron su pasaporte venezolano y las señas del doctor Gerardo Aponte, consultor jurídico de una ONG llamada Asociación de Emigrantes de Venezuela. Aponte, abogado venezolano de 48 años, habilitado por una reválida para ejercer en Colombia, había conocido a Carlos solo tres días antes del accidente. “ Quería orientación legal migratoria. Me contó sus planes, nos propusimos ayudarlo, nos dejó sus datos”. Carlos llegó a mostrarle el tatuaje del rostro del bebé perdido que llevaba en el pecho. Gracias a ese tatuaje, el doctor Aponte pudo reconocerlo.
“Era un amasijo de sangre, tejidos desgarrados y huesos fracturados sumamente descompuestos”, recuerda Aponte. Entre el arrollamiento y el momento en que Aponte lo reconoció en la morgue, habían pasado ya varios meses. En algún momento, las señas de Aponte se habían extraviado en la morgue. Fueron halladas luego y entonces alguien hizo una llamada informando que en el tanatorio había “ otro venezolano muerto”.
Aponte se puso en contacto con los únicos parientes directos: su madre y un medio hermano. La madre suplicó a la Asociación que hiciese lo posible por no cremar a Carlos y repatriar los restos. “Se hizo muy difícil complacerla: había pasado mucho tiempo”.
Sin embargo, la asociación se las apañó para contratar los servicios de una funeraria que llevó los restos por tierra hasta la ciudad fronteriza de Cúcuta, a 560 kilómetros de distancia. Allí, y en medio de un calor sofocante, surgió un cruel inconveniente para hacer llegar el féretro a los hermanos de Carlos que esperaban del lado venezolano, en San Antonio del Táchira: Nicolás Maduro, en otros de sus tiránicos arrebatos contra Colombia, había cerrado la frontera con Venezuela. El coche funerario debía regresar a Bogotá y el féretro fue depositado en mitad del puente que salva el río Táchira. Allí permaneció varado todo un día.
Finalmente, el cónsul colombiano en San Antonio logró que la Guardia Nacional Bolivariana permitiese a los hermanos recibir el féretro y llevarlo hasta la Valencia donde le dieron sepultura.
La de Carlos Matute no es una familia ilustre, adinerada e influyente, capaz de copar titulares. Es solo una más entre los millones de familias venezolanas cruelmente golpeadas por el desgobierno, la crisis humanitara y el régimen dictatorial de Nicolás Maduro.
Dios! Todo esto es demasiado!