Publicado en El Mundo. Entre coche y andén
Por: Fernando Aramburu
Largos años viví en un piso de alquiler a las afueras de Lippstadt, ciudad acogedora de Westfalia. La casa tenía un balcón y el balcón daba a un solar cubierto de maleza donde revoloteaban en verano los insectos. Un vecino compró el terreno no mucho después de mi llegada al lugar. Le dio por construirse allí una casa enorme, ladrillo a ladrillo, él solo al atardecer, después de su jornada laboral. También en los fines de semana o en los días vacacionales. Muchas veces lo vi atarearse bajo la lluvia. Ni el viento ni el frío alcanzaban a detener su empeño.
Cuando dejé la ciudad, al cabo de diecinueve años, el hombre aún no había terminado su mansión, si bien ya se había establecido en una parte habitable de ella con su familia. Otros lo criticaban. Yo siempre lo admiré y así se lo hice saber en el momento de mi despedida. Él aprovechó para pedirme disculpas, pues había estado durante años trabajando, a menudo ruidosamente, a escasa distancia de mi domicilio, no raras veces hasta bien entrada la noche.
Reconozco que me agrada compararme con aquel hombre laborioso. Ciertamente no estoy capacitado para construir una casa, ni tan siquiera una choza; pero la manera como he ido conformando a lo largo de las décadas mi modesta biblioteca me recuerda el afán perseverante de aquel vecino. Me puedo imaginar que sostuvo entre las manos los materiales de su casa de uno en uno, desde el primer clavo hasta la última teja, y que por los días en que serraba y martillaba, acoplaba y pintaba, le sucedieron en su vida privada hechos acaso dignos de recuerdo.
Lo mismo me ocurre a mí con mis libros. Recorro las baldas repletas de volúmenes y no me resulta difícil relacionarlos con vivencias del pasado. No he hollado la Luna ni he descubierto continentes, pero como a todo el mundo me han pasado cosas. En la biblioteca, me digo, está resumida mi vida igual que en un álbum de fotografías, en muchos casos con independencia del contenido de las obras, simplemente por haberlas recibido o leído en una situación personal determinada que la memoria no ha olvidado.
Esta impresión viene favorecida por la circunstancia de que cuando uno era niño, en la casa familiar, no había libros. La vida o su argumento, que algunos llaman destino, prefirió que yo me criase en ausencia de una biblioteca. Quiero decir con ello que no poseo un solo ejemplar cuya incorporación a las estanterías de mi casa preceda a mi conocimiento de las letras. La biblioteca ha ido creciendo conmigo desde el primer título, que en mi recuerdo quizá merezca idéntica consideración que para mi antiguo vecino de Lippstadt el primer ladrillo de su futura casa.
Mi biblioteca nació en el arranque de la adolescencia con una docena de títulos de la colección Austral, todos ellos de lectura obligatoria en el colegio. He conservado el rito de leer, si nada lo impide, un título al mes de dicha colección, no importan el autor ni el contenido. Los primeros, con el Lazarillo de Tormes a la cabeza, llevaban una sobrecubierta gris, correspondiente a la serie consagrada a los clásicos. Tuve que leer el Quijote gris de Austral a los once o doce años, experiencia que no me dejó cicatriz alguna. Pronto llegaron los libros de otro color: el amarillo de los artículos de Larra, el violeta de Antonio Machado, el azul de El gran torbellino del mundo, novela sin trama definida en la que Pío Barojamuestra animadversión por los judíos. Celebro que no lograra contagiarme.
Todavía es posible encontrar libros de Austral en rastros y librerías de viejo. Lo que no va siendo tan común es hallarlos en buen estado. En Barcelona me pidieron una vez cuarenta euros por un título de Ramón Gómez de la Serna. Lo siento, señora, pero aún no he sucumbido a la pasión del coleccionismo. Me lo desaconseja la conciencia de mi condición perecedera. Si, como escribióHeidegger, el hombre es un ser para la muerte, entonces ¿qué sentido tiene atesorar?
Se dijera que en cada libro quedan atrapados fragmentos biográficos del lector. Aquellos que cuidan una biblioteca reconocerán en sí mismos una experiencia similar. Ahí siguen, desvaídos los colores después de tanto tiempo, los tomos gruesos de la enciclopedia donde un día creímos encerrado el saber entero. Más arriba, el libro de poemas obsequiado por una novia adolescente que a saber dónde andará en la actualidad. Y uno mira con una punzada de melancolía la declaración de amor que su mano tierna escribió en la página inicial con esa candidez apasionada y limpia que tal vez sólo sea posible a los quince años.
Ojeo mi primer manual de aprendizaje de la lengua alemana. Me topo al azar con frases que hoy entiendo fácilmente, pero hace tres décadas y media me parecían arduas e impronunciables, y no por nada, sino porque eran arduas e impronunciables aunque ya no lo sean. Acaricio con la yema de un dedo el lomo de La casa verde, de Vargas Llosa, en edición económica de Bruguera, el libro que yo estaba leyendo cuando ella llamó al timbre y entró en mi vida. Leo pasajes de Félix Francisco Casanova en los libros que su padre, atribulado por la muerte prematura del hijo genial, me envió desde Santa Cruz de Tenerife a finales de los setenta. Y me detengo en otros que asocio a instantes de mi vida, en la novela que llevé conmigo a mi primera visita a París, cuando viajar, para los de mi condición social, era un acontecimiento extraordinario; en mi gastada Odisea, única provisión intelectual de un agosto de bochorno y mosquitos en el centro de instrucción de reclutas de Alicante. Abro un tomo de poesías de Hölderlin leídas con salud quebrantada en la cama de un hospital. Repaso con un temblor supersticioso otros títulos asociados a lances igualmente desgraciados que no hace falta consignar aquí.
En una balda larga se alinean los libros dedicados por sus autores. Libros, en algunos casos, de amigos que murieron, de amigos que por esas vueltas que da la vida dejaron de serlo y de aquellos que por fortuna continúan siéndolo. Me emociona la dedicatoria que me escribió Gabriel Celaya en un bar de la Parte de Vieja de San Sebastián. Me apena ver la letra de Ramiro Pinilla y saber que lo perdimos. Repaso otras dedicatorias y me acuerdo con agrado de la fisonomía y la voz de quienes un día las escribieron en mi presencia, a menudo poco antes de un abrazo. De vez en cuando emprendo paseos por la biblioteca. Me complace detener la mirada en los ejemplares alineados y vincular cada uno de ellos con escenas, imágenes, paisajes, peripecias y gentes del pasado.