Quizás sea ese color verde de sus ojos en el que él, Francella, trasluce sus emociones. Quizás sea el tema, fuera de lo esperado. Quizás sea solo que no todo puede ser un drama sin final feliz. O quién sabe cuántas razones más.
La vi porque andaba pescando. Buscaba algo que me permitiera sustraerme por un rato de la rutina de problemas, de la ráfaga de violencia, de la turbia escena política, de la catarata de vulgaridades y simplonerías en las redes. Busqué algo y ahí estaba, un fotograma que me invitaba a darle una oportunidad a lo distinto.
En el planeta entero el clima es un asunto crucial. Porque no llueve y hay sequía o porque llueve demasiado; porque hace mucho calor o mucho frío. Ah, la naturaleza. A la que desde el principio de los tiempos hemos tratado, inútilmente, de controlar.
“Granizo” me hizo recordar mi infancia. En Maracaibo. Cuando llovía, salimos al patio a mojarnos. Siempre con la advertencia de “cuidado con los rayos”. Y si estábamos en la hacienda, quizás corríamos con la suerte de que el aguacero nos tomara por sorpresa mientras montábamos a caballo por los potreros.
No es una superproducción. La misma versión en modelo Hollywood hubiera supuesto largos minutos de efectos especiales a cual más rutilante. Granizo no tuvo -y quizás no quiso tener- el presupuesto para grandilocuencias.. Y el resultado de esa carencia es una historia con peso específico.
Algo maravilloso me pasa con el cine argentino. Por descontado que tiene ese país grandes actores. Como los británicos, los actores argentinos hacen cine, pero también televisión, teatro, publicidad. Eso, la versatilidad, les da una soltura inusitada para moverse y convertirse en autores de escenas.
Véanla. Con ánimo de encariñarse el alma. Es un beso en la frente. Una película encantadora. “Granizo”. Está en Netflix. (Y no, nadie me paga por escribir esto).
