En los años 60, una película se hizo sumamente popular. Dirigida por Arthur Penn contaba la historia de dos jóvenes gánsteres de la vida real, Bonnie and Clyde. El tema musical fue un éxito, y lanzó a la fama no solo a los protagonistas Warren Beatty y Faye Dunaway, sino también al que hacía de actor secundario en aquella aventura, nada menos que el joven y desconocido Gene Hackman. Al final de la película, estos ladrones de bancos, Bonnie and Clyde, terminan abaleados en medio de la carretera. Ese carro después fue motivo de exhibición en Hollywood -el de la vida real y el de la película- y se hizo mucho dinero con eso. Todavía Bonnie and Clyde es una película de colección.
Pues bien, cincuenta y tantos años después, la pareja de Warren Beatty y Faye Dunaway, todavía con mucha elegancia y glamur y no pocas cirugías estéticas, volvió a aparecer en escena. Esta vez, la balacera volvió a caer sobre ellos, aunque en esta oportunidad eran totalmente inocentes.
Entrega número 89 de los premios Oscars. Van al momento final, el crucial, la premiación de la mejor película. Warren Beatty abre el sobre, se desconcierta ante lo que lee. La gente piensa que está jugando a hacer un momento de suspenso, mira al público, mira a Faye Dunaway. Faye Dunaway no entiende por qué él la está viendo así, y, sencillamente, él le muestra la tarjeta, y ella, sin reparar en que algo extraño estaba ocurriendo, suelta, muy alegre y cantarina, La La Land. De inmediato salta eufórico el joven director, el elenco, todos contentos. Pero ¡ups!, hubo un error. No ganó La La Land. Ganó MoonLigth.
Es el momento más penoso, bochornoso y angustioso en toda la larga historia de los premios Oscars. Jamás habían pasado por un papelón de este calibre. ¿De quién fue la culpa? Pues ya apareció el supuesto culpable, un individuo de nombre Brian Cullinan, auditor de la empresa PwC, que es la que se encarga desde hace 83 años de hacer el evalúo, el conteo de votos y preparar los fulanos sobre donde vienen los ganadores.
Dice un cable reciente desde Hollywood, a propósito de lo que ya se llama El Oscargate: “Brian Cullinan, Jefe del Equipo de colaboración con la Academia y del área de California del Sur de la Consultora PriceWaterhouseCoopers, PwC, encargada de tabular los votos y entregar los sobres con los nombres de los ganadores durante la ceremonia. Él dio el sobre equivocado a Warren Beatty. Su compañera de cometido, Martha Ruiz, había entregado a Leonardo DiCaprio minutos antes la tarjeta de mejor actriz, que Emma Stone no soltó desde que recibió el Oscar. Cada uno de los dos auditores de PwC tenía un juego de sobres, ya que se sitúan en los extremos opuestos del escenario: no saben qué presentadores salen por qué lado. Aunque puede que no tenga relación directa con el fallo, Cullinan fue colgando en las redes sociales mensajes y fotos durante la ceremonia, aprovechando el lugar privilegiado que ocupó toda la velada. En su último tuit adjuntó una foto de Stone con la estatuilla. Al acabar la gala, el contable eliminó de Twitter cualquier rastro de sus mensajes en los Oscar, pero Los Ángeles Times logró recuperarlos.”
¿Qué ocurrió? El brejetero de Cullinan -por decirlo a la caraqueña vieja- perdió el rigor y la seriedad en el trabajo. Se dejó llevar por la farándula, por el sitio privilegiado en que se encontraba, por la de famosos y luminarias que pasaban a su alrededor. Se puso hacer fotos, tuits, y no se dio cuenta de que el sobre de Emma Stone ya lo había entregado su compañera Marta Ruiz a quien le tocaba dárselo, a Leonardo Di Caprio. Al no darse cuenta de esto, por estar pajareando, dio el sobre que no debía al octogenario Beaty, de quien muchos dijeron que cometió el error porque ya está senil.
PwC asumió horas después de la gala la responsabilidad del cambio de sobre, que calificaron de “error humano” y anunció que abrirá una investigación. También ofreció “sus sinceras disculpas” al equipo de Moonlight y al de La La Land, además de a los espectadores, a Faye Dunaway, a Warren Beatty, a la academia, etc.
Una caricatura reciente nos muestra, a algo que podríamos llamar como el bar de los perdedores de último momento. Un hombre cabizbajo se acoda en la barra, y del otro lado un jugador de Los Falcons de Atlanta (que fueron prácticamente arrebatados del último Super Bowl por los Patriots), y una muy desconcertada Hilary Clinton observan al hombre que sencillamente dice: “No saben lo que me acaba de pasar”. En su espalda se lee: La La Land.
Ya lo saben, la próxima vez tómense en serio el trabajo. No se pongan a mandar tuits cuando no debe, ni a hacer fotos por más luminarias y faranduleros famosos que haya alrededor. El precio del papeló puede ser muy caro.