Por: María Antonieta Rondón
Hace unas horas estaba en el estado de Gillete, a las afueras de Boston, apoyando a la Vinotinto. Desde que se determinó que nos tocaría contra Argentina, se sabía que sería un partido difícil. Varios se asustaron, varios recordaron aquel partido Venezuela 1 – Argentina 0 de hace unos años donde, inclusive con Messi en la cancha, le ganamos a los argentinos. La gran mayoría estaba de por sí emocionada de saber que habíamos llegado a cuartos con un equipo que iba casi que confiado, no por creerse más de lo que eran, sino porque realmente estaban jugando muy bien.
Lo que menos me imaginé yo es que tendría la oportunidad de verlos con mis propios ojos. Esa Vinotinto que por años vi por televisor en mi casa en Caracas, y que en las últimas semanas me había tocado ver a través de links piratas por internet, ésa era la Vinotinto que iba a ver ahora en persona.
De manera improvisada se cuadró con el amigo que me acompañaba que nos iríamos con un amigo de él en su carro. Acto seguido, almorcé y salí a encontrarme con el grupo de cuatro con quienes saldría de Boston hacia el estadio. En el camino compartíamos risas, hablando de lo asustados que estábamos, pero de cómo sabíamos teníamos chance. De lo bien que juega Peñaranda, del tremendo esfuerzo que ha hecho Rincón, de lo genial que está porteando Dani, y así seguía la lista. Al llegar al estadio se hizo evidente lo que continuaría viendo por las próximas horas: había más argentinos que venezolanos. En ese momento no importaba, seguíamos muy emocionados. Estacionamos y caminamos hacia donde estaban unos amigos del amigo de mi amigo (lamento la enredadera). Tenían una parrillera y varios “juguetes”; es decir, una tambora, una charrasca, unos timbales, una campana, y demás. Inmediatamente comenzamos a tocar lo que fuese, a lo venezolano. Varios de los que estaban ahí bailaban, cantaban, celebraban. Venezolanos que caminaban hacia el estadio se nos acercaban y se quedaban un rato, comían algo, bailaban un poco, nos abrazaban, y se iban. Los argentinos sólo nos pasaban por al lado.
Esto de la música y parrilla de estacionamiento duró hora y media, hasta que decidimos que era hora de entrar al estadio. Al entrar se nos llenaron los pulmones de emoción y furor. El estadio era gigante. Yo venía de ver al Caracas FC en el Olímpico, es el único partido de fútbol al que había ido hasta hoy. Esto era otra cosa. Compramos agua y comenzamos a subir hacia nuestros puestos. Los conseguimos y nos sentamos, alegres de ver que a nuestra derecha teníamos a unos cinco venezolanos más, y que a la izquierda a unas diez filas había otros dos. Se intercambiaban sonrisas así, entre extraños, de fila a fila, todos nerviosos, todos emocionados.
A los pocos minutos, salen los jugadores a calentar. Aquí es cuando se empieza a hacer evidente el favoritismo que no solo existía en el público (debido a que había más argentinos que venezolanos), sino también en los propios organizadores del partido. Ya yo lo había notado cuando días atrás comencé a ver que la propaganda que corría por Facebook, por parte de Copa América Centenario, se refería siempre a “vengan a ver a la dominante Argentina vs. Venezuela”, nunca “vengan a ver a Venezuela contra Argentina”. El caso es que cuando salen los jugadores venezolanos, los camarógrafos comienzan a grabarlos desde que salen del túnel que va hacia sus vestidores, es decir, desde que salen a la luz. Los aplausos existen, pero de una son opacados por los de los argentinos, porque muy rápidamente las cámaras cortan a los jugadores argentinos que recién salen de sus vestidores. En otras palabras, a los venezolanos les dan 30 segundos de cámara, a los argentinos unos 150 segundos. Esto, por supuesto, es comprensible. Argentina tiene a Messi. Y, pues, en efecto, apenas salen del túnel, el estadio empieza a gritar “¡Messi!, ¡Messi!, ¡Messi!”; y admitiré que, por más de que no me uní al coro de gritos, también me emocionó ver a la “pulga” en persona.
Por unos minutos todo consistió en ver a nuestros jugadores calentar… ver como Dani paraba las pelotas que le lanzaban a la portería y llenarse de esperanza, ver como los jugadores hacían pases largos de un lado al otro de la cancha, y ver cómo—a veces—Romero, el portero argentino, fallaba y no paraba una pelota que le lanzaba el entrenador. Era todo un juego para llenarse de emoción y esperanza. Esperanza era lo que más existía en ese momento.
Luego los jugadores se retiraron, y a los minutos nos pidieron que nos pusiéramos de pie para escuchar el himno de Estados Unidos. Inmediatamente después, salen los jugadores a la cancha. La cámara, por supuesto, todo el tiempo en Messi. Se escucha el himno de Argentina, con el eco afinado de los aficionados. Y llega nuestro momento. El himno de Venezuela. Sin pensarlo dos veces, empiezo a cantarlo. No cantaba el himno de Venezuela desde que estaba en el colegio. Pero ahí estaba. En Boston, cantando el himno de Venezuela. Himno que también recibió su eco en ese estadio.
Sacamos nosotros, y la pelota no la mantuvimos por más de 15 segundos, pero ya en esos 15 segundos, conseguí gritar unas diez veces. No sé cómo, pero el simple hecho de ver a la Vinotinto pasarse la pelota era, para mí, motivo de celebración. Al minuto 8, Higuaín metió su primer gol. No recuerdo cómo fue el gol, ya que mi memoria quedó nublada con próximos eventos, minutos posteriores. Pero sí recuerdo el cambio rápido del aura a mi alrededor. Mis amigos y yo nos sentamos, con las manos en la cara. Los venezolanos de atrás, que le habían dicho a un argentino que estaba unas filas más arriba que el primer equipo que metiese gol le compraba unas cervezas al otro, se sentaron también. Sólo fueron 8 minutos. “No pasó nada”, dijimos, y seguimos animando.
Cada vez que Venezuela se acercaba a la cancha de Argentina comenzábamos a gritar. Aquí comencé a perder la paciencia, ya que tenía detrás a un niño brasileño que había venido al partido sólo por Messi, y que con cada falla de Venezuela soltaba una carcajada. Fue gracias a la incomodidad que me causaba su risa cada ciertos segundos, que comencé a voltearme y darme cuenta que estaba rodeada de argentinos. Argentinos que estaban acostumbrados a lo que estaba pasando. Estaban acostumbrados a ganar. Esto era normal.
Cuando ocurre el segundo gol, ya no siento desánimo, siento molestia. Ese gol fue un error de nuestro defensa (#2). Ese gol no debió pasar. De ahí todo empezó a irse hacia abajo de manera muy acelerada. Pocos minutos después nos surge la oportunidad de oro, y por alguna razón inexplicable, deciden que Seijas cobrará el penal. No tengo absolutamente nada contra Seijas, pero tenía más sentido que pusieran a un delantero, o a Guerra, a cobrar ese penal. Fue simplemente vergonzoso. Y ahí sí que nos echamos para atrás. Estaba por terminar el primer tiempo, y acabábamos de perder la oportunidad de cerrar con un 2-1, que da mucho más aliento que un 2-0. Pero bueno, nos tocó lo que nos tocó.
Termina el primer tiempo y seguimos algunos con esperanza. Me fijo en Rafael Dudamel saliendo del campo y recuerdo cómo nunca dudo en animar al equipo, cómo desde donde estaba se veía que él—por el equipo—no había perdido la fuerza. La muchacha que está a mi lado aprovecha y me dice que, cuando tuvo la oportunidad de conocerlo en las calles de Boston el día anterior, le pidió que le mandara unos saludos por video a su tío, y el mensaje de Dudamel fue el siguiente: “aquí estamos, haciendo todo lo que podemos por darle alegría a Venezuela, que tanto lo necesita.” Luego de que escuché esto, sentí tristeza. Nuestros jugadores no pueden sentirse derrotados, hay esperanza, sí se puede. Qué presión deben tener… Pero claro, son la única buena noticia de Venezuela en años.
Salen de nuevo a la cancha, y definitivamente tienen más fuerza que antes. Esto, sin embargo, no dura mucho. El campeón del estadio—no sólo por Argentina, sino por el Barça—Lionel Messi mete un gol que pasa entre las piernas de Dani Hernández, y el estadio se enciende en llamas. 3-0 es prácticamente una sentencia de muerte. Ya lo que podemos desear es no terminar mal, acortar la distancia. Pero cómo me costaba a mí mantenerme tranquila, cuando cada falla de Venezuela venía acompañada de burlas de argentinos, cuando cada vez que se le cometía una falta a un jugador argentino el estadio pitaba exorbitantemente. Todo estaba en contra de Venezuela en ese momento.
La gota que rebasó el vaso de agua, para mí, fue cuando Josef Martínez estaba en posición adelantada e igual decidió patear la pelota, sin ánimo alguno, sólo para luego continuar el partido, y un grupo de argentinos que estaban frente a mí explotaron en carcajadas al ver que la pelota siguió de largo y ni siquiera entró en la portería. “¡Gol de Venezuela!” gritó una de ellos. Vergonzoso.
El momento del verdadero gol de Venezuela llegó minutos después. Yo lo recibí sentada, ya que no pensé que fuese a pasar. Inmediatamente me levanté y grité como una desesperada. Estábamos 3-1, era el minuto 70, ¿quién sabe?, quizá podamos empatar. Los venezolanos de nuestro alrededor se nos suman a nuestros gritos y—claro, porque no puede faltar—empieza a lo lejos: “y va a caer, y va a caer, este Gobierno va a caer”. Claramente no tiene por qué mezclarse fútbol con política, pero en los tiempos en los que estamos, escuchar esa barra nos causó risa y sumó a nuestra emoción. Pero, no duró nada porque al mencionar al Gobierno parece que nos empavamos, porque al minuto llegó el cuarto gol de Argentina. Ya nada tenía sentido. 4-1 era un imposible.
Los venezolanos de al lado se levantan y se van. Esto me causa molestia. No es un partido de béisbol Caracas-Magallanes, que si ya está 12-5 puedes decidir pararte e irte al séptimo inning. Es un partido Venezuela-Argentina, al que le quedan 15 minutos, y nuestros muchachos nos necesitan ahí con ellos cuando ese pito final suene y se lancen a la grama con el pecho pesado. Ya acá no era la Vinotinto, eran nuestros muchachos. Porque ya para este entonces había comprendido el valor de lo que habían logrado todas estas semanas: ganar con públicos que les gritaban y esperaban cualquier error para celebrarlo, ganar con la presión de llevar alegría a Venezuela… ganar nadando contra la marea.
Al partido le quedaban unos 5 minutos, y mi amigo me pregunta: “¿nos vamos o nos quedamos hasta el final?” Yo respondo: “yo no los voy a dejar solos. Ya perdimos, ya ellos lo saben. Esperamos el pito final y los aplaudimos, y nos vamos cuando ellos se vayan.” Eso fue lo que hicimos.
Bajar las escaleras que antes había subido con tanta emoción fue difícil. Venezuela no merecía irse con un 4-1. Venezuela no se merecía las burlas que recibieron en ese estadio. Ahí fue que me di cuenta que hoy, estas últimas semanas, en esta copa, la Vinotinto no era sólo un equipo de fútbol… la Vinotinto representaba a toda Venezuela. Esa Venezuela que sale todos los días sin esperanza de conseguir nada, pero que lucha para lograrlo, y que a veces lo logra, contra la marea. Esa Venezuela que sonríe intermitentemente, que ya no llora escondida.
Me di cuenta que me molestaba tanto la burla de otros porque la sentía personal. Sentía que se estaban burlando de mi país, no sólo de un equipo que representaba a mi país. Y entendí que era así. Venezuela se ha convertido en los últimos años en motivo de burla para muchos países. Varios chistes se han originado de nuestra falta de papel para ir al baño, de nuestra falta de comida, y por supuesto, de nuestro Presidente, que no sabe hablar, y cuando habla, se resbala. Por mucho tiempo decíamos “por lo menos tenemos el Miss Venezuela”. Nos acostumbramos a tener pocos motivos de orgullo internacional. Y era difícil no molestarme, al saber que nuestros muchachos lucharon con todo lo que pudieron todas estas semanas, y que lo único que se merecen es el calor de un país que los reciba con los brazos abiertos. Dudamel y el equipo lograron lo que querían, nos dieron alegría. Pero lamentablemente, ellos no van a volver a una Venezuela que los reciba con los brazos abiertos; ellos van a volver a una Venezuela que estará haciendo cola, marchando, firmando, reclamando, sufriendo, llorando… una Venezuela que por unos días pudo distraerse viendo una pelota rebotar de un lado al otro.
Al salir del estadio, para nuestra sorpresa, nos encontramos a los mismos venezolanos del comienzo en el estacionamiento. La parrillera estaba encendida de nuevo, y los tambores estaban ahí. “Al menos ganamos experiencia” decía uno. “Bueno, seguimos en la batalla… pero qué cagada, pana.” “Ahora le vamos a Colombia, claro.” Hasta que no quedaba más que decir que: “¡vamos a bailar, pues!” Acto seguido, empiezan a sonar los tambores de nuevo, y se acercaron más venezolanos a ver lo que sucedía. Otros venezolanos que caminaban a lo lejos levantaban sus brazos y gritaban “Venezuela”. Seguíamos celebrando. Celebrábamos que llegamos a cuartos, que pudimos ver a la Vinotinto en persona, que estábamos juntos. Yo no conocía a ninguno, pero celebraba también.
Algunos argentinos que pasaban por al lado nos veían asombrados. Seguramente pensaban que no teníamos nada que celebrar. Otros se acercaron e inclusive intentaron sumarse al baile. Seguíamos molestos, pero también seguíamos celebrando. Aquí fue cuando una de las señoras venezolanas comenzó a hablarme y contarme sobre cómo lleva ocho años viviendo fuera de Venezuela. Se le aguaron los ojos hablando de las carreteras y las rutas que recorría para visitar distintos pueblos con su familia, cuando vivía en Barquisimeto. Me comentó que quisiera volver, pero que sus familiares de allá le dicen que no lo haga. Varias veces comentó, “nadie negará que somos los mejores en béisbol”. Yo, como fanática de la pelota, la apoyé al cien por ciento y la seguí escuchando. “La verdad, no perdimos. Ganamos. Ganamos la oportunidad de venir a verlos. En Caracas, se ganó la excusa de reunirse en familia y disfrutar unidos. La Vinotinto es una excusa para que seamos felices. Eso es lo importante”, me dijo.
Entendí que la Vinotinto es una de las mejores cosas que nos han pasado este año. Entendí que, este año lleno de disturbios y problemas, “por lo menos tenemos a la Vinotinto”. Entendí que el esfuerzo de esos muchachos no tiene nombre ni número ni símbolo. Entendí que estamos muy mal, muy, muy mal, pero seguimos adelante. Entendí que no estamos acostumbrados a ganar, pero sí a perder, y por eso, una pérdida más sigue siendo motivo de celebración. Entendí que las burlas no llegan a mucho, porque nuestra actitud es distinta: nos reímos de nuestra mala fortuna, celebramos nuestras derrotas, y bailamos en bancarrota. Entendí que, puesto en perspectiva, la Vinotinto se está levantando. No es la misma Cenicienta de antes. Ya, quizá, ni siquiera somos un personaje de Disney. La Vinotinto es la Vinotinto, y está comenzando a crecer. Sólo me queda esperar que la metáfora se mantenga, y la Vinotinto sea equivalente a Venezuela… porque si así somos cuando perdemos, ¿qué lograremos, cuando comencemos a ganar?