Publicado en: Papel Literario
Por: Norberto José Olivar
El pasado 15 de febrero se cumplieron 90 años de la primera edición
Hace días que ando con un asunto en la cabeza. Este asunto es más bien una pregunta: ¿cuál es la novela que nos define como venezolanos: lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos? Solo se me ocurre un título: Doña Bárbara, del maestro Rómulo Gallegos. Padeciendo esta angustia literaria, leo con asombro sobre la supuesta profanación de la tumba de Gallegos. ¿Casualidad? De pronto sentí que la mano invisible de la literatura hacía señas. Lo primero que especulé fue esto: nuestra cotidianidad, nuestro lenguaje, nuestra memoria, es sangre que robustece la vigencia de este relato. Aunque no nos guste, esta novela nos sostiene culturalmente tras su inefable asimilación social. Pienso: ¿no será que el maestro Gallegos nos está diciendo que llegó la hora de que matemos a su Doña? Su paradigmático personaje no solo nos ha calcado y calado en el alma, sino que se ha consustanciado en un estilo de conducción política y convivencia insufribles ya para esta nación.
Explico esto de asimilación social: no es necesario que se haya leído a Doña Bárbara, ella ha sido interiorizada, está en los adentros de cada venezolano. Está allí desde quién sabe cuándo. La vemos en esa histórica propensión nuestra a ir en contra de lo civilizado, en ese caciquismo que se pavonea por encima de ley y que muchos, todavía, aplauden. En esa humillante sumisión a cambio del provento libre de cuentas y fácil acceso. Esto ha sido más que suficiente para que nos sintamos muy gusto en los predios de El Miedo más que en Altamira, donde el trabajo habría sido muy duro seguramente.
Si le preguntáramos al venezolano promedio si ha leído esta obra, muy probablemente diga que no, pero bien que la conoce, pues para él y para tantos es una María Félix, una Marina Baura, o más acá, Edith González entre sus adaptaciones más populares. Lo grave es que solo hemos asimilado el paradigma de la Doña, no así su contraste, Santos Luzardo, y eso es lo que tanto preocupa. Doña Bárbara nos produce admiración desmedida. Fascinación.
Bueno, ¿cómo salimos de esta calamidad tan galleguiana por de pronto? Ya nos lo dijeron desde el Más Allá: matando a Doña Bárbara. Pero este homicidio solo es posible ejecutándolo en su propia dimensión: en la ficción. La ciudadanía comienza, entonces, con un homicidio ficcional. La buena literatura es el arma en cuestión.
Lo que sigue es una serie de profanaciones a nuestros héroes, no ya para leer el futuro con sus huesos, sino para que cambiemos el pasado. ¿Cómo? Escribiéndolo de nuevo. Leyéndolo de nuevo. El pasado no es más que lenguaje. La memoria no va más allá de una mera selección de episodios. Sabiendo esto, es posible un pasado distinto. Así ya no seremos más lo que fuimos, ni seremos lo que nos dicen que somos o seamos. Y créanme, la historia no es más que una mentira que cambia según los antojos del solicitante.
Por algo siempre acaban quemando libros. O no dejándolos entrar.
Dice César Aira que “leyendo novelas no se aprende nada”. Yo creo lo contrario. Creo que leyendo buenas novelas se aprende todo o casi todo. Las novelas nos preparan para lo incomprensible. Y de paso nos hacen fastidiosos. Este fastidio no es más que la condición crítica de nuestra mirada. Los libros no nos hacen buena gente, pero sí ciudadanos incomodísimos. Por eso es necesario que sepultemos, cuanto antes y definitivamente, a la Doña de Gallegos.
No hace mucho, el director Jonathan Jakubowicz, aseguró que: “Casi siempre exaltamos a nuestros criminales”. No pude dejar de pensar en el éxito de estas nuevas series de narcos y matones y en todos los que se embelesan mirándolas. Y lo curioso es que lo hacemos, digo yo, sin consciencia alguna. Y es lo que espanta realmente de todo este abyecto asunto.