Publicado en elmalpensante.com
Por: Ibsen Martínez / @IBSENMARTINEZ
En 1934, el autor de Un mundo feliz se embarcó junto a su esposa Marie en un crucero que los llevaría desde tierras españolas hacia el Caribe. La bitácora de ese viaje fue publicada bajo el título Beyond the Mexique Bay, un registro exquisito, sarcástico e hilarante de la pintoresca cotidianidad en las provincias.
En el barco
La cosa más notable de un crucero de invierno es siempre la publicidad preliminar. ¡Qué prosa más enjoyada! ¡Qué de imágenes y metáforas! ¡Y esos pasmosos gongorismos! ¿Llamaremos al barco simplemente “barco”? Ni pensar en tal banalidad. “¡Ojos que no son ojos sino fuentes rebosantes de lágrimas!”.1 Así, un buque no es ya un buque sino un “yate gigantesco”, el “alegre y exquisito anfitrión de las supremas celebridades del mundo”.
Siguen luego los asombrosos lugares a los que el gigantesco anfitrión ha de transportarnos, lugares donde uno se sumerge para el baño en “ópalo líquido”, donde “pintorescas ciudades nativas escuchan la historia de mundos antiguos”, donde (confrontados con la danse du ventre2) “se puede escuchar el eco mortecino de una risa pagana, una oración salvaje”.
Y, por supuesto, no se atraca en puertos de las Indias Occidentales sino que “seguimos a los antiguos conquistadores3 por todo el glamoroso romance de la Cuenca del Caribe”. Uno no visita, groseramente, el Mediterráneo, sino que “se abandona a la dorada palidez de la arena en la Riviera (¡siempre que sea febrero, Dios nos asista!), contemplando una marea de zafiro”. Contemplándola, ¡ay!, en vano, porque no hay tal. Y si todo esto se tornase insípido, puede usted dejar “su personalidad nórdica fundirse, dilatarse en el desenfrenado colorido de un zoco en Túnez y Kairuán”.
Por lo que toca a la gente con que uno se asocia a bordo del exquisito gigante, son todos “celebridades de primera página”, “sofisticados”, “dignos de verse”, o en el peor de los casos, “un grupo alegre y encantador que halla en el crucero la combinación perfecta de elegancia y ahorro”.
“Ópalo líquido, antigüedad auténtica, modernas canchas de golf (veinte de ellas solamente en Hawái), la última palabra en bares y, en los sanitarios, porcelana rosada”: los redactores publicitarios prometen llevarnos al corazón mismo de estas delicias. Lo que dejan de mencionar –y para mí es de las cosas más significativas de este asunto– es el hecho de que un crucero de invierno también nos lleva al futuro. Tras abordar uno de estos gigantes anfitriones uno se halla en el mundo de sus nietos.
En ningún sentido los quinientos habitantes de un crucero de línea son típica muestra de la población contemporánea. No: son típica muestra de la población tal como será dentro de cincuenta años, si para entonces no hemos saltado todos por los aires. Y es que las alegres y encantadoras celebridades que viajan en cruceros de invierno son, en su mayoría, personas de edad. Hombres de negocios, retirados ya, o meramente cansados, con sus esposas; viudas pudientes y avejentadas solteronas intentando escapar del invierno y de la soledad en la bien publicitada amigabilidad de la vida en cubierta en los trópicos; todo ello con salpicaduras de enfermiza vejez: son pocos los verdaderamente jóvenes. En compensación, menudea una imitación de lo juvenil, a cargo de personas de incipiente medianía de edad.
Abundan los adolescentes de cuarenta y cinco.
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Es una lástima que los cruceros de línea carezcan de ojos. Sus párpados, según esta deliciosa literatura, estarían mucho más que ligeramente cansados. En cuanto a las rocas sobre las que están fondeados… Pero en circunstancias tan náuticas acaso no sea de mucho tacto mencionar las rocas.
Barbados
Bridgetown no es grande: diez minutos de lenta caminata nos llevaron a los suburbios. Era de noche y el aire estaba cálido y perfectamente sereno. Atravesamos a pie una estratificación vertical de olores cloacales y florales, mezcla de tuberosas y pescado podrido.
Unas palmeras gigantescamente altas y delgadas, al doblarse con el peso de su propio desgarbo, parecían el dibujo de un artista muy vulgar pero extraordinariamente laborioso y preciso, plasmadas con tinta india sobre la pálida extensión anaranjada del poniente. Croaban los sapos y los insectos eran como una orquesta invisible que incesantemente buscase afinación.
Hacía seis años que no estaba yo en un país cálido y había olvidado cuán indeciblemente melancólicos pueden ser los trópicos, cuán desesperanzados y cuán completamente resignados a su desesperanza. Los negros arrastraban los pies sobre el pavimento. Niños pequeños y negros jugaban en los callejones, silenciosamente. Al borde de la vereda, sus padres leían los diarios, en cuclillas, a la luz de los faroles. Y entre farol y farol, según la noche se hacía más espesa, cada forma pasajera carecía, inquietantemente, de cara y de manos: negrura fundida en la negrura, como trajes que caminasen solos.
Cada tanto pasábamos delante de una capilla, siempre iluminada, siempre llena de gente entonando himnos. Durante tal vez medio minuto, el sonido del himno “Permanece junto a mí” ahogaba los ruidos de la noche tropical. Luego, al alejarnos un poco más, sapos y cigarras se reafirmaban y cobrábamos conciencia de ambos sonidos, vibrando con igual desesperanza bajo las primeras estrellas.
Caracas
La diferencia más conspicua entre las colonias británicas4 del Caribe y las repúblicas hispanoamericanas se aprecia en la vestimenta femenina.
Sartorialmente hablando, las colonias son trozos de provincia inglesa con su provincianismo elevado a la enésima potencia. Negras y mulatos han abandonado la eternidad del vestido tradicional por el mundo temporal de la moda. Pero es una moda, lo menos, de cuatro años atrás y que, aun en sus días de mayor gloria, fue francesa solo según la escuela de Stratford-atte-Bowe5. El monde colonial –al juzgar por los vislumbres que brinda la calle– está apenas más atento a la moda que el pueblo llano. Ciertamente, se afectan modas de quizá tres años atrás que, queriendo dejarse orientar por París, no han llegado más allá de, digamos, Kensington Street High. Y eso es todo.
¡Cuán sorprendentemente distinta es la escena femenina en Venezuela o Panamá, en Guatemala o México o Cuba! En La Guaira no vi tacones de menos de diez centímetros de alto y un rico color artificial cubría las morenas mejillas. Sobre una piel negra o amerindia el cremoso lustre de la seda artificial, amarilla, verde pimienta o, más a menudo, tersamente rosado –pâle et rose, comme un coquillage marin6–. ¡Y qué faralaos, qué volantes!
Noviecitas del mundo: el corte de sus prendas es adaptación hollywoodense de todo lo francés. Y eso que La Guaira es solo un poblado provincial; en Caracas, la capital, pudimos ver rango y moda verdaderos: parecía el paddock en Longchamps.