Después de los atentados terroristas del Al Qaeda contra varias ciudades de los Estados Unidos y el derribamiento de las Torres gemelas en la ciudad de Nueva York el 11 de septiembre del año 2001; después de ese día de horror cuando Estados Unidos sufrió por primera vez en su historia una agresión en su propio territorio, el mundo y no solo Estados Unidos, conoció el nuevo alcance del terrorismo Islámico. Al Islam no tenemos porque necesariamente asociarlo con la guerra, el Islam ha producido momentos de esplendor en la historia de la humanidad. Me viene en este momento a la memoria una novela maravillosa La Judía de Toledo, del alemán Lion Feuchtwanger. En ella el Rey Alfonso tiene una amante judía, con ella se refugia de la cotidianidad en la que combate musulmanes, en un palacete con todos los alardes para el placer de la arquitectura, precisamente, musulmana. En la intimidad, pues, el rey cristiano se deja llevar por los placeres, las artes, las maravillas que le han revelado a su cultura los sabios del Islam.
Claro que ha habido sabios en el Islam y buena parte de la alta Edad Media estuvo llena de ellos, a contravía del oscurantismo que siguió, por ejemplo, en la Europa dominada por los cristianos. Otro libro que me salta a la memoria, “Córdova de los Omeyas”, magnífica crónica de viaje de Antonio Muñoz Molina.
Pero vinieron las cruzadas, el rescate de la Tierra Santa, y el pleito irredimible entre los que mutuamente se acusaban de infieles: los que creían en Ala y los que creían en nuestro señor Jesucristo. Lamentablemente, esa guerra, ese enfrentamiento medieval llega hasta este siglo XXI. Y si los atentados del 11 de septiembre del 2001 parecieron graves, espantosos y terribles, y el Al Qaeda de Osama Bin Laden pareció el infierno en la tierra, pues resulta que ahora este Al Qaeda pasa a ser casi un detalle menor al lado del terror ilimitado que representa el Estado Islámico.
El estado Islámico se asume como un gran califato con más de un milenio de anacronismo. Califato que habrá de convertir toda África, Eurasia y Europa de nuevo al Islam. Y para ello el instrumento, el arma, es el terror. Ya han degollado a un segundo periodista norteamericano. La imagen es la misma: un desierto, un hombre con poco ya de dignidad, de alma y de vida, vestido con una túnica anaranjada de rodillas viendo a una cámara. Al lado de él su verdugo, un hombre inmenso vestido de negro que apenas descubre los ojos; en su mano zurda un pequeño cuchillo. Habla a cámara y reta en un inglés perfecto, londinense, y, luego de proferir amenazas inadmisibles, pasa a degollar al inocente, no con la celeridad de la guillotina francesa ni con el machete que hemos conocido en tantas películas de Hollywood, sino con la lentitud, el esfuerzo y la dificultad que han de incrementar hasta lo indecible el dolor y el horror de la víctima y de los que observan.
¿Qué pretende este califato? Pues pretende llevar a la humanidad del siglo XXI a los tiempos más oscuros, a los tiempos inclusive que antecedieron –digo yo- al mismísimo Mahoma. Dice Barack Obama: “El estado Islámico no tiene lugar en el siglo XXI”. Conceptualmente es así, pero la realidad parece contradecir la lógica de la Historia. El derribamiento de las Torres Gemelas dejó al descubierto algo terrible: Estados Unidos, la nación más poderosa de la tierra, con todos sus portaviones, aviones, armas nucleares, biológicas y demás, parece impotente ante la amenaza de este terrorismo islámico que horroriza y sigue decapitando.
Todas las víctimas son periodistas, con lo cual este modesto oficio nuestro es sometido a cotas de valor y de dolor muy altas.
¿Qué irá a pasar con el Estado Islámico? ¿Cuán libres estamos, en esta lejana y perdida América Latina, de sus efectos? ¿Qué mundo llegará a imponerse? ¿Triunfará, como siempre en Hollywood, el bien o la Historia, una vez más, nos dará una sorpresa a la vuelta de los días?