Artículo publicado en Código Venezuela el 21/10/2014
Por: Milagros Socorro
El poder seductor del mitómano es muy fuerte en nuestra sociedad. Ciertas reacciones de la audiencia, así lo confirman: el megalómano no concita el repudio que cabría esperar. Y los cambios de ropa, aún cuando sean en la cara del público al que se quiere engañar, siguen funcionando
Un hombre en calzoncillos, acostado en un diván, gesticula con ampulosidad y a ratos dice algo forzando las comisuras. Eso es lo que encuentra el público al llegar a la sala en el centro Cultural BOD, de Caracas, para ver “Sangre en el diván”, actuada y dirigida por Héctor Manrique, a partir del texto de Ibéyise Pacheco. La música acalla lo que el hombre medio desnudo dice, pero se ve que lleva énfasis.
A la hora indicada, una voz en off nos explica que el texto cuya representación veremos es la transcripción fidedigna de las entrevistas hechas por la periodista Ibéyise Pacheco a Edmundo Chirinos, quien fuera, así lo establece la voz, siquiatra tratante de los presidentes Rafael Caldera, Jaime Lusinchi y Hugo Chávez.
Antes, pues, de comenzar la obra, sabemos que no recrea una ficción, mitos, ni siquiera la creación de un escritor por mínimo que sea su aporte, sino “la transcripción”, a cargo una reportera profesional, de lo expresado por un personaje público. Desde luego, incluso los espectadores más distraídos deben tener consciencia de que aún si fuera casi nula la intervención de Ibéyise Pacheco, la recopilación no existiría si ella no la hubiera considerado interesante y elocuente de algo… Se trata de “El delirio”, como Pacheco tituló el capítulo que recoge sus entrevistas con Chirinos, dentro del libro que aborda el asesinato de la joven Roxana Vargas.
La advertencia de la voz en off (que no es cualquiera, es la de César Miguel Rondón, conocida por todo el país y garantía de veracidad) condiciona la recepción de la obra aún antes de su inicio. Y si a esto sumamos la caracterización de Manrique, peinado y maquillado para lucir idéntico a Chirinos, la audiencia, (compuesta por contemporáneos del siquiatra, a quien ha visto si no personalmente sí, de seguro, en televisión, de cuyos espacios de opinión era ficha permanente) tiene la impresión de estar frente a la realidad. No es ni siquiera como ver un documental: algo que ocurrió, pero en el pasado. Es como estar enfrentado a la realidad. Restregado a ella. Y ya eso es muy inquietante.
II
La realidad que nos muestra el teatro es la de un tipo que mató a una muchacha valiéndose de su condición de siquiatra tratante; que con ese crimen puso fin a una carrera de décadas en las cuales sedujo pacientes para obtener acceso sexual; y que usó el consultorio como guarida criminal para sedar centenares de mujeres de todas las edades, a quienes medicó para adormecerlas y luego desnudarlas, someterlas a actos lascivos e incluso fotografiarlas en estado de inconsciencia.
El parlamento es calcado de la voz de Edmundo Chirinos. Todo lo que el actor dice en escena fue ficho por él. Eso lo sabemos. La pieza se está montando en un medio que, insisto, conoció a Chirinos y, por cierto, sabe quiénes son todas las personas e instituciones que él menciona. Y por conocer a Chirinos sabemos que todo lo que está ahí salió de su boca. Así era él. Echón, pomposo, presuntuoso, mentiroso, desbordado, mezquino con los demás, egocéntrico. Delirante. Y espantosamente afectado, rasgo que Héctor Manrique apenas roza: no lo representa tan afectado como realmente era, porque, quizá, no resultaría creíble. Es una paradoja tremenda, puesto que en la realidad Chirinos era inverosímilmente amanerado y, sin embargo, (quien sabe si precisamente por ello) contaba con enorme credibilidad. Manrique debe haber calculado que si hacía un Chirinos tan relamido como el original, su interpretación resultaría paródica y, finalmente, cómica. Bufa.
El punto es que ese alucinante cuya egolatría arranca risas a la audiencia ¡fue rector de la Universidad Central de Venezuela!, ¡electo por los profesores! Fue candidato presidencial en 1988, por un partido llamado Movimiento Moral (mejor conocido por el acrónimo “Momo”, como el rey del carnaval), con el apoyo del MEP y del Partido Comunista de Venezuela, que entonces no era esta claque de militares corruptos en que se ha convertido, sino la organización que había librado extraordinarias luchas sindicales y una inquebrantable oposición a Pérez Jiménez.
Fue constituyentista por el Polo Patriótico, una posición, otra vez, a la que llegó con el voto de los venezolanos. Fue decano de la Facultad de Humanidades de la UCV, presidente de la Comisión de Ética de la Federación Médica Venezolana y de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría y parlamentario.
Cierto que el hombre que habla en “El delirio” es un presidiario, viejo, señalado por sus crímenes, alejado de los estudios de televisión e incluso de las peluquerías donde le mantenían el tinte, que ahora debe hacerse con soluciones caseras que le tiznan los dedos. La voz que oímos es un flujo de consciencia, sin filtros, mentiras galácticas sin atenuantes, pero aun así es la voz de Chirinos. Inconfundible. Es él, solo que ahora está acorralado y no disimula. Pero es el mismo que eligieron para cargos y posiciones de gran importancia. Es el mismo mendigo que la sociedad hizo rey.
III
La voz es tomada del natural, no así los movimientos. Manrique hace que su Chirinos se vista y luego, de la mitad de la pieza hacia el final, vuelva a desvestirse en escena. Es la misma operación que Chirinos hizo ante la sociedad, que todo se lo alcahueteó, ¿o es que nadie supo nunca que el siquiatra tenía relaciones sexuales con las pacientes, que las dopaba y les metía mano? ¿En verdad eso fue un secreto hasta el día en que la policía le echó mano al archivo y encontró los centenares de fotografías de mujeres adormiladas y ultrajadas?
El público convertido en actor de la pieza (es la sociedad silenciosa, cómplice y reidora de las necedades de Chirinos), ve cómo el bandido se desnuda en su cara, se muestra tal cual es; y también se viste de estudiante, de profesor, de médico, de científico, de filósofo, de académico, de demócrata… es una operación de travestismo que no se hace en el camerino ni en las sombras, sino ante los reflectores de la fama.
También es contribución de Manrique la calavera que el Chirinos de la escena manipula, soba, besa, cambia de lugar. Es verdad que en algún momento Chirinos le cuenta a Ibéyise que en una ocasión él robó los restos de un cadáver, que llevaba los huesos de un lado a otro, y que escondió la calavera “porque uno debe saber de ciertas cosas…”, pero no había tal cráneo en la casa del recluso, donde se produjeron los diálogos periodísticos. El objeto es añadido por Manrique y cómo no ver en ello una cita de Hamlet, no solo por ser un personaje que en sus soliloquios se debate entre la locura y la muerte, sino, sobre todo, porque buena parte de esta obra de Shakespeare es teatro dentro del teatro, un ardid del que el protagonista se sirve para comprobar si sus sospechas son correctas.
En este caso, la operación es exactamente la contraria: es la realidad dentro de la realidad. Pero el resultado es el mismo del metateatro: la denuncia. En la puesta en escena de “Sangre en el diván” no hay unos personajes convertidos en espectadores de una representación teatral. Podría decirse que ni siquiera hay una representación teatral. No hay apariencia. Es un recorte de la realidad. Una realidad que la sociedad, esto es, los que estamos ahí sentados permitimos que ocurriera. No solo el público es real, también lo que vemos. También sus consecuencias.
Ese recorte de la realidad se hace explícito en la escenografía, que encuadra los hechos de manera claustrofóbica: sin posibilidad de distracción. Si en los sueños de Hamlet aparece su padre en la forma de un fantasma, en la realidad de Chirinos, -del país y de la sociedad-, un siquiatra induce al sueño a unas pacientes para jugar a que están muertas y entonces hacer real su fantasía de poseer cadáveres. De hecho, se regodea en evocar que tanto su hermana como su madre murieron en sus brazos.
IV
Héctor Manrique ha confesado que su intención al prestarle su piel a Chirinos y plantarle ese espejo a la sociedad que no solo no lo detuvo, sino que lo auspició y que incluso tildó de loca a la madre de Roxana Vargas, cuando esta dirigió hacia él su dedo acusador, es “que sea un ejercicio sanador”.
Francamente, no lo creo. El poder seductor del mitómano es muy fuerte en nuestra sociedad. Ciertas reacciones de la audiencia, así lo confirman: el megalómano no concita el repudio que cabría esperar. Y los cambios de ropa, aún cuando sean en la cara del público al que se quiere engañar, siguen funcionando.
Por Milagros Socorro para Código Venezuela. 21 de Octubre de 2.014.
Magnífico artículo, Milagros Socorre a Venezuela. Que falta hacen tus amenos e instructivos articulos en El Nacional