Publicado en: El Estímulo
Por: Tamara Herrera
Quien llegó al poder en Venezuela al ganar las elecciones presidenciales de 1998 prometió rescatar al país de la corrupción, diversificar la economía venezolana, alejarnos del rentismo y acabar con la inflación. Pero durante dos décadas recorrió el camino de la represión económica que más bien agravó esos problemas, dejando al país aún más vulnerable a los shocks externos.
Con motivo de su 13° aniversario, Clímax presenta la serie Deconstruyendo a Hugo Chávez.
Cuando el presidente Chávez fue electo por primera vez en diciembre del 1998 recibió una economía cuya incipiente recuperación, iniciada en 1996 con la aplicación de un plan de ajuste con apoyo financiero y asesoría del FMI, había sido interrumpida ese año por el desplome del precio del petróleo. En 1998, la cesta petrolera había caído 35%, su más bajo nivel en 25 años. Incluso el más bajo hasta el día de hoy.
A partir de allí, el precio del petróleo no hizo sino subir, con sólo dos retrocesos importantes: en 2009 (-36%) y en 2015 (-49%). La noción de ascenso ad infinitum en el precio del petróleo fue la base a partir de la cual se exacerbó el “rentismo”, uno de los más graves problemas de Venezuela, enraizado en la cultura de sus pobladores y la de los hacedores de políticas públicas.
El rentismo personifica la percepción del derecho a usufructuar la renta petrolera, propiedad del Estado, sin tener que preocuparse por diversificar la economía para producir riqueza a sus pobladores. Esta condición corre en paralelo con la errada idea de que la escasez y la inflación son producto del abuso y, por lo tanto, la formación de precios debe ser intervenida por el gobierno. Allí se abona el terreno, que tanto fruto político provee, que transforma una razonable regulación en represión económica.
Cortesía: El Estímulo
Durante los 20 años en los que hubo la más intensa y prolongada abundancia que hayamos conocido, se repartió un bienestar efímero, sin construir productividad. La abundancia permitió financiar, subsidiar, endeudarse y, sobretodo, no ahorrar. De una forma desordenada y discrecional, la consigna fue regalar, adentro y fuera de Venezuela.
La omnipotencia que provenía de la abundancia facilitó al Estado controlar e intervenir en cualquier fase del proceso económico, porque se sintió capaz de compensar cualquiera de las consecuencias con dinero o con represión económica. Alcanzaron niveles sin precedentes la discrecionalidad, la autoridad presidencial, la hipertrofia de la maquinaria estatal, el debilitamiento de la rendición de cuentas y las inevitables ineficacias y corrupción resultantes.
A partir de la crisis política del 2002 se aceleró el intervencionismo estatal, con la aspiración explícita de acelerar el proceso mediante el cual el Estado controlaría todo. La economía pasó a ser un espacio sobre-controlado donde el gobierno se presentó como único benefactor y, a la vez, el vigilante y represor de la economía en todas las fases del proceso productivo. Todo esto bañado de un gran derroche comunicacional en el que el populismo fue acompañado siempre con una retórica amenazante hacia la producción privada.
Las amenazas, la reinterpretación del concepto de propiedad privada en desmedro del derecho de propiedad, las expropiaciones sin indemnización y las invasiones sembraron la semilla de la incertidumbre y la desconfianza. La inversión privada empezó a titubear para terminar desapareciendo y la depreciación del bolívar en el mercado paralelo pasó a ser la inevitable constante de nuestro entorno económico. La desconfianza sobre nuestro desempeño económico también fue haciendo más escaso y más costoso el financiamiento internacional.
Los controles de precios, siempre presentes en la historia económica venezolana, se hicieron progresivamente más extensos e invasivos. A medida que la inflación se escapaba de las manos, se la amainaba con importaciones, la regulación de precios se tornó cada vez más intensa, y el régimen de control llegó al extremo de adoptar la categoría de ley orgánica en 2011. El objetivo de estabilidad a través del control fue elusivo por la sencilla razón de que los controles inhiben la producción. Mientras más se profundizan, atacando la rentabilidad, más se afecta la oferta de bienes y servicios, más se inhibe la inversión para futuras expansiones, y surge la escasez.
Con la escasez aparecen los mercados paralelos, donde los precios terminan siendo más altos de lo que habrían sido en ausencia de controles.
Cuando estos procesos se extienden en el tiempo, avanza el debilitamiento del aparato productivo nacional, las empresas mueren y la escasez se torna endémica. Antes del 2006, el indicador de escasez medido por el Banco Central de Venezuela rondaba el 4%, en 2007 superó el 20%, bajó en 2008 a 10% y entre el 2009 y el 2012 osciló entre 10% y 15%. En el 2013 subió a 20% y desde entonces creció sin parar hasta superar el 30% en abril 2014, cuando se suspendió la publicación. El racionamiento, las colas y el bachaqueo pasaron a ser parte de la cotidianidad.
Cortesía: El Estímulo
El sobre-control o represión económica también se manifestó en la política cambiaria, la cual se caracterizó por la sobrevaluación del bolívar y el racionamiento de las divisas desde el mismo momento en que fue establecido el control de cambios en febrero del 2003, una vez concluido el paro petrolero. La política cambiaria pretendió utilizar el tipo de cambio como instrumento anti-inflacionario y no para equilibrar los términos de intercambio.
Vinieron largos periodos de sobrevaluación de la tasa de cambio oficial para abaratar los costos de las importaciones. La estructural propensión a importar de individuos, comercios y empresas se desbocó hasta hacer pico en 2012, el último año de gobierno y la épica campaña electoral de Hugo Chávez. Las importaciones alcanzaron $66 millardos ($2.200 per cápita), 4 veces más que en 1998, llegando a representar el 33% de la oferta agregada de la economía, el máximo histórico para ese momento.
Poco se logró en materia de diversificación productiva. La agricultura y la manufactura perdieron productividad y competitividad, no llegaron a abastecer con regularidad la demanda nacional y, menos aún, a exportar. El peso específico de la manufactura en el PIB bajó de 18% a 14% entre 1998 y 2012. Al cierre del 2017 estimamos que declinó a apenas el 10% del PIB total.
El aparato productivo nacional se hizo más dependiente que nunca de los insumos importados, el racionamiento de divisas encareció los costos de producción y nos convirtió en una economía incapaz de alimentarse y sostenerse a sí misma.
La destrucción del rol institucional del Banco Central de Venezuela (BCV) tiene mención obligatoria en este recorrido. En medio de la abundancia, en 2005 el BCV fue despojado de su papel como administrador de las reservas internacionales del país, las cuales le fueron extraídas en su casi totalidad y usadas para financiar los más variados gastos y proyectos, sin rendir cuentas al país ni crear un fondo de ahorro intergeneracional. Posteriormente, en 2009 se incorporó en la ley que lo rige el permiso para financiar a Pdvsa y en 2010 se le impuso seguir los lineamientos del plan de desarrollo del gobierno, subordinando sus prioridades a las del Ejecutivo y convirtiéndolo en un banco de desarrollo capaz de financiar al sector público de manera virtualmente ilimitada.
Así, un gobierno que llegó para rescatar al país de la corrupción, diversificar la economía venezolana, alejarnos del rentismo y acabar con la inflación, recorrió el camino de la represión económica que más bien agravó esos problemas, dejando al país aún más vulnerable a los shocks externos. Ese fue el legado peligrosamente profundizado por el actual gobierno.
El debilitamiento del aparato productivo público y privado, la incapacidad para exportar, la dilapidación de los activos externos del país, el financiamiento monetario del déficit fiscal, y la poca credibilidad de los hacedores de políticas públicas se convirtieron en el perfecto caldo de cultivo para que la hiperinflación estallara cuando sobreviniera un shock externo como el que Venezuela sufrió en el 2015. Y así fue.
En 2015 el precio del petróleo cayó 50% y la inflación escaló sin pausa hasta alcanzar niveles de hiperinflación en 2017. Hoy que constituye un récord en América Latina y sigue incólume, al tanto que la penuria y el colapso se han ido apoderando de nuestra sociedad.