Publicado en El Estimulo
El pastor evangélico Teófilo Mantilla, su esposa y sus dos jóvenes hijas fueron arrojados al exilio a comienzos de 2002, cuando fueron amenazados de muerte si no dejaban para siempre el suburbio marginado de Cúcuta, departamento Norte de Santander (Colombia), fronterizo con Venezuela, donde Teófilo, carpintero de oficio, estaba al frente de su congregación.
Pasquines amenazantes, firmados por las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia, reputaban la familia del pastor como “apalabradores de la guerrilla” del ELN (Ejército de Liberación Nacional). Apenas días antes, su hermana y su cuñado, líderes comunitarios en la vecina Sardinata, habían sido asesinados por paramilitares. El pastor y los suyos, apremiados por sus fieles, vendieron sus escasos haberes y se apresuraron a cruzar la frontera hacia Venezuela donde apenas comenzaban la “Revolución Bolivariana” y el boom de precios del crudo más prolongado del último siglo.
Comenzó entonces para ellos un periplo que los llevó a vivir en la periferia marginada de varias ciudades venezolanas, siempre al incierto abrigo ocasional de alguna comunidad evangélica. Vivieron diez años sin descifrar nunca del todo un país estremecido por las conmociones sociales y políticas que trajo el chavismo (golpes y contragolpes militares, una devastadora huelga petrolera, la explosión inflacionaria, la espiral ascendente de la cifras de homicidios), cambiando cada tanto de ciudad, pensando que mudarse de lugar podría cambiar su suerte. Vivieron sucesivamente en San Cristóbal, Maracaibo, Barquisimeto, Valencia y Caracas.
Al cabo, hallaron un lugar en la isla de Margarita, en el extremo oriental de la costa caribe venezolana. El pastor fundó allí, en el Valle del Espíritu Santo, una nueva iglesia de los pobres. Los esposos procrearon otro hijo; sus hijas estudiaron, se casaron y vinieron los nietos. Igual que ellos, y en el curso de más de medio siglo, a Venezuela emigraron casi cuatro millones de colombianos.
Hasta que la violencia política, la inseguridad y, por sobre todo, la indecible escasez que agobia a Venezuela, asfixiaron de nuevo sus vidas. Sin mirar atrás, la familia del pastor regresó hace pocas semanas a Colombia, solo para descubrirse extranjeros en su país de origen, donde ahora se tienen por migrantes venezolanos.
Un joven abogado venezolano que ha logrado la habilitación para ejercer en Colombia, les indica expertamente lo que deben hacer para regularizar su situación y poder acceder a los beneficios sociales consagrados en la Constitución de 1991. La escena ocurre una mañana de domingo en Bosa, suburbio bogotano “de bajo estrato”, como llaman aquí a los pobres, en un local cedido por el IDPAC (Instituto Distrital para la Participación y Acción Comunal), una dependencia de la Alcaldía bogotana.
Otras 12 familias venezolanas, muchas de ellas indocumentadas, que malviven en Boza y otros suburbios como Usme, Uribe Uribe y San Cristóbal, en medio de privaciones que desafían lo imaginable, han venido a hacerse guiar por el abogado. Tal como lo hiciera el pastor hace casi veinte años, los venezolanos han huido hacia Colombia.
No puedo dejar de pensar que alguna vez Colombia y Venezuela fuimos un mismo país: la Gran Colombia. Una entelequia inviable, decimos ahora. Ciertamente una “ilusión ilustrada” de Bolívar, como la llamó el pensador venezolano Luis Castro Leiva.
Pero al escuchar al abogado discurrir con precisión y facundia sobre los trámites a cumplir para obtener un beneficio de refugio, un salvoconducto temporal o una visa de trabajo, invocando, en inconfundible acento venezolano, las provisiones legales colombianas, cuestiono mi convicción de que Bolívar estaba equivocado.
“Coges el Transmilenio (tren interurbano de superficie) y te bajas en la estación San Victorino y miras hacia el cerro – dice el venezolano al pastor cucuteño-. Subes por esa calle hasta que llegues a la casa rosada. Allí está la Alcaldía”. El abogado hace otras citas para acudir a Cancillería a radicar solicitudes de refugio.
Algunos refugiados son miembros de la etnia wayú, nacidos a caballo de la frontera colombo-venezolana donde rigen prehispánicas leyes ancestrales reconocidas por la actual Constitución colombiana.
El abogado indica a una refugiada wayú, nacida en el lado venezolano, que debe acudir al comisario indígena del corregimiento donde nació su madre, en la Alta Guajira colombiana. La chica es licenciada en Educación por la Universidad Bolivariana y habla el español con inflexiones propias del wayunaiki, su lengua materna. Durante ocho años, jamás recibió su sueldo como maestra en Maracaibo. La aqueja un cáncer del hígado y quiere acogerse a la seguridad social colombiana.
Encuentros como éste ocurren cada semana, promovidos por la Asociación de Inmigrantes Venezolanos (Asovenezuela), una sociedad sin fines de lucro cuya vicepresidente, Zoraida Varela, fisioterapeuta e instructora de tai chi, explica a los refugiados que, ante todo, deben evitar el atajo del fraude migratorio. “Aquí ustedes son extranjeros, pero las leyes colombianas garantizan sus derechos. No inventen atajos: hagan las cosas como es debido”.
Un funcionario del IDPAC, Haminton Perea, afrodescendiente del Chocó, ha instado a los refugiados de Bosa a buscar la asesoría jurídica gratuita que ofrece Asovenezuela. Nada más el mes pasado la asociación atendió 2.700 consultas virtuales y más de 700 como las que presencié. Ya en 2012 se calculaba en unos 600.000 migrantes el éxodo venezolano hacia Colombia.
Dos mujeres han llegado ilegalmente, “por las trochas”, desde Maracaibo. La madre, enfermera; la hija, técnico contable. Viven en “situación de calle”, sin más documentos que la cédula de identidad venezolana y “el carnet de la patria” que, según Nicolás Maduro, garantiza a millones de venezolanos comida abundante y gratuita. Estas dos atribuladas venezolanas, sin embargo, hurgan diariamente en los botes de basura de la lejana Boza, tal como centenares de miles hacen en Venezuela, para poder llevarse un comistrajo a la boca.
Zoraida les entrega un caja de vituallas adquirida por la asociación, gracias a una colecta, en un automercado. Y encuentra para ellas alojamiento provisional.
Vivirán con la familia extendida del pastor Mantilla (unas quince personas), en un modesto apartamento cercano, ofrecido por una congregación cristiana.
“Tienen que comprar entre todos la pipa (la bombona de gas butano) y aprender a compartir”, dice Zoraida.
Como hermanos grancolombianos, añado yo.