Dirección: Alberto Arvelo
Producción: Ana Loehnert, Winfried Hammacher
Diseño de producción: Paul Austerberry
Guión: Timothy Sexton
Basada en Simón Bolívar
Música: Gustavo Dudamel
Sonido: Manuel Bolívar
Fotografía: Xavi Giménez
Montaje: Tariq Anwar
Vestuario: Sonia Grande
Protagonistas: Edgar Ramírez, Danny Huston, Gary Lewis, María Valverde, Juana Acosta, Iwan Rheon, Imanol Arias
En las salas venezolanas se está exhibiendo la película Libertador de Alberto Arvelo, con la protagonización de Edgar Ramírez, un elenco que incluye actores venezolanos y también europeos. Y música de Gustavo Dudamel. La película ha sido realmente polémica, nos vamos ahorrar nuestro comentario fundamentalmente porque no la hemos visto, pero dos destacadísimos historiadores sí la vieron y esto fue lo que dijeron: Inés Quintero y Elías Pino Iturrieta.
En torno a la película ‘Libertador’: Los héroes mueren de pie
Por: Inés Quintero
Una versión actualizada del mito Bolívar es la que se ofrece en la película Libertador, estrenada el 24 de julio, día de su nacimiento. El relato tiene un hilo conductor: presentar y reforzar la imagen mítica, idealizada y heroica de su protagonista, Simón Bolívar. Los hechos, las circunstancias, el tratamiento de los personajes, las situaciones históricas son accesorias: se construyen, se acomodan, se tuercen o se inventan para que se ajusten al propósito de la película y sirvan de entorno y compañía a la actuación del héroe. No importa si tienen fundamento histórico.
Si hay algo prescindible en la construcción del mito es precisamente la Historia y esto se advierte claramente en el guión de Timothy Sexton. La ausencia absoluta de algún tipo de mención referida a la asesoría histórica como recurso de apoyo en la construcción del relato deja ver que la reconstrucción histórica de la vida y actuación de Bolívar no son la preocupación fundamental de la propuesta cinematográfica.
En correspondencia con esta orientación mítica, idealizada, heroica y épica, el discurso es inevitablemente maniqueo. Muestra clara de ello es el tratamiento de los personajes principales: son héroes o villanos. Buenos y malos, no hay medias tintas. Sorprende, no obstante, que los villanos más destacados no sean los españoles, como podría esperarse en un film épico sobre la Guerra de Independencia, sino dos americanos: Francisco de Miranda, caraqueño y Francisco de Paula Santander, neogranadino. Dos figuras que en la más tradicional hagiografía bolivariana, la escrita por Vicente Lecuna, han sido presentados como traidores y enemigos de Simón Bolívar en su lucha constante por alcanzar la independencia y la unidad de todo el continente.
Miranda, en la versión de Libertador, es interpretado como un descreído, como un hombre con fuertes reservas respecto a que se pueda llevar a cabo la independencia, aun cuando por más de tres décadas no hizo otra cosa que pregonar, insistir y promover la ruptura de los lazos que unían a Hispanoamérica con la corona española. Es Bolívar quien, en un fugaz encuentro con Miranda, le dice que se vaya a Venezuela a luchar por la independencia y le hace entrega de los recursos que permitirían financiar la empresa. Un episodio que simple y llanamente no tiene nada que ver con la realidad.
La participación de Miranda en la guerra está igualmente signada por la resolución de justificar y glorificar a Bolìvar. La pérdida de Puerto Cabello termina siendo responsabilidad del Generalísimo, por no enviar los refuerzos que Bolívar solicitara para asegurar su defensa. También es Miranda quien traiciona la república al firmar la capitulación de 1812, cuando todavía era posible seguir combatiendo, de acuerdo con lo que el propio Bolìvar manifiesta al rechazar y condenar la decisión del viejo militar. Todo ello justifica sobradamente que Bolívar haya participado en la entrega de Miranda a las autoridades realistas. No hay discusión posible respecto a quién es el héroe y quién el villano en esta versión de los hechos. Lo relevante, lo fundamental, lo que guía la acción es presentar a Bolívar de forma tal que no queden sombras ni dudas en torno a la validez y contundencia de sus actos.
En el caso de Santander ocurre otro tanto. Las acciones del militar neogranadino, cuando aparece en escena, son para obstaculizar o contradecir la voluntad inquebrantable de Bolívar de llevar adelante sus firmes designios libertarios; así sucede, por ejemplo, cuando Santander se niega a cruzar son sus tropas una imaginaria frontera entre Nueva Granada y Venezuela, simbolizada en un riachuelo inexistente. Bolívar le sale al paso y arenga a los soldados con una capacidad de convencimiento tal que las tropas, inmediatamente, dejan plantado a su superior y se unen al ejército de Bolívar para continuar la marcha. Es Santander un intrigante, un conspirador, un pusilánime, el enemigo número uno de la unidad colombiana y, por supuesto, quien atenta directamente contra la vida del Liberador la noche del 25 de septiembre. El villano sin tregua.
El héroe también tiene su mentor, su guía e inspirador: Simón Rodríguez, el maestro de la infancia, omnipresente en todo tiempo y lugar, en San Mateo, París, Caracas y Bogotá, aun cuando los encuentros entre maestro y discípulo no se ajusten a los itinerarios geográficos de cada cual. Es Rodríguez el revolucionario cabal, responsable directo de conducir a Bolívar por el buen camino, al lado de los oprimidos, en contra de los opresores. Junto a él están los aliados incondicionales y consecuentes seguidores del Libertador: Antonio José de Sucre, Rafael Urdaneta y Daniel Florencio O’Leary, leales sin fisuras. No son visibles las diferencias, los desencuentros, los intereses y desempeños de cada quien, tampoco importan el cuándo, el cómo ni el dónde. Son los buenos de la película y punto.
En el centro de los acontecimientos naturalmente se encuentra El Libertador, el héroe sin tacha. La imagen que se ofrece de Bolívar reúne los referentes más convencionales del culto heroico construidos y difundidos, sin variaciones, desde el siglo XIX, con las invenciones más recientes del bolivarianismo “revolucionario” y los ingredientes de la imaginación tropicalizada del guionista importado. Allí está todo: el artistócrata que abandona posición y fortuna para convertirse en el conductor de la independencia; el amor sublime que lo une a María Teresa; el luchador valiente e indomable frente a la adversidad; el adalid de la unidad, la igualdad y la libertad; el visionario incomprendido por sus contemporáneos y traicionado por la ambición de sus adversarios; el héroe popular que dirige y apoya a los desposeídos; el militar jovial y sencillo, compañero fraterno de indios, negros, pardos y mulatos; el revolucionario sin cortapisas que a caballo, andando o en canoa recorre la selva, la montañas y los ríos de la impresionante geografía americana.
Este relato mítico no puede terminar con un Bolívar tísico, disminuido, deprimido ni derrotado: los héroes mueren de pie. Es el desiderátum de sus realizadores. Por tanto, para darle un final que se corresponda con el hilo conductor que guía la acción, resulta mucho más efectiva y de mayor contundencia la teoría de la conspiración, de la traición, del posible asesinato del protagonista. No tienen la menor relevancia las muchas referencias de distinto tipo que se han escrito sobre la enfermedad y muerte de Bolívar. Tampoco merecen atención ni consideración los resultados de la investigación sobre las causas de su muerte que arrojó el estrambótico y caprichoso proceso de la exhumación de sus restos.
La historia, los datos, la realidad, son accesorios inútiles e irrelevantes para la construcción y fortalecimiento del mito. El culto al héroe se mantiene vivo, intacto, reforzado y actualizado con los controversiales ingredientes que nutren el debate actual respecto a Simón Bolívar y también de manera muy sensible por el uso político de la Historia. Una discusión que, además de insoslayable, pertinente y necesaria, trasciende con creces la polémica que ha suscitado el relato mítico y complaciente que ofrece Libertador.
El Súper Libertador
Por: Elías Pino Iturrieta
Si era una película de encargo, cumplió el cometido. Algunos hablaron de una encomienda del comandante Chávez, quien quería ver al héroe en la pantalla grande partiendo de un guión que no defraudara sus hipérboles. Pero no fue un trato entre los realizadores del film y el amo del poder, como la malicia ha murmurado, sino un asunto más colectivo. Fue un mandado de toda la sociedad, o de su inmensa mayoría, que quería solazarse ante un espectáculo capaz de ofrecer mayor fortaleza a las atribuciones sobrehumanas que ha concedido al Padre. Considerado como un semidiós desde el siglo XIX, apenas le faltaba a Bolívar una producción grandilocuente a través de la cual se confirmaran sus proezas y, sobre todo, su augusta soledad en la cumbre del patriotismo. Debe sentirse regocijada la mayoría de la población ante el desfile de unas aventuras con las que siempre soñó y sobre las cuales jamás albergó dudas, ahora resucitadas sin recato por los recursos dirigidos con prodigalidad a la industria del cine.
El vestuario estuvo bien cosido y acorde con los tiempos. Nada de gorras de cartón piedra, como en las harapientas pelis del pasado patriotero, ni de uniformes sacados del almacén de la zarzuela. Jamás se vio gente engalanada con tanta propiedad, en especial el protagonista. La escena del candidato a héroe jugando a un antecedente del tenis con el Príncipe de Asturias, ante la vista de los cortesanos en Madrid, fue un superfluo primor que debe verse con la debida pausa, aunque jamás se viera cuando se supone ocurrió. Por la presentación de los escollos colosales y la magnificencia del paisaje, las escenas del Paso de los Andes se parangonarían con las hazañas que las crónicas atribuyen a Aníbal en los Alpes, si no fuera porque el cartaginés las realizó con ayuda de sus colaboradores y el nuestro se ocupó de pensarlo y hacerlo todo a solas, de acuerdo con un guión tan ciclópeo como el tránsito que reconstruye. Ni hablar de las batallas que desfilan ante nuestra vista, calcos de Marengo y Waterloo si no fuera por los morenos y los indios que en ellas participan para beneficio del color local. Ni hablar de la manera de presentar a Páez, estropajoso como los piratas del Caribe que últimamente nos han deleitado con estrafalarias fechorías. Más cinematográfico, imposible. Fundamental la escena de la entrevista entre el banquero inglés y el Libertador Presidente, el demonio acicalado y el santo en día de estreno, rapaz el primero y colmado de virtudes el segundo. Debería servir de modelo para volver hacia la fantasía de negocios y decencias que entonces no podían convertirse en realidad, debido a que el detentador del poder jamás ocultó sus simpatías por los negociantes de Londres. Sin embargo, la insólita encerrona conduce la historia a una tensión capaz de anunciar las vicisitudes posteriores del titán y de satisfacer a los espectadores crédulos. Así es cierto cine.
En ese cierto cine el protagonista es de una sola pieza, sin debilidades que no sean las que puede superar el oportuno regaño de un maestro a cuyo cargo quedan las declamaciones de enmienda. El héroe es igual desde el principio hasta el fin. Ni una cana le producen las guerras, ni un mínimo quebranto las asperezas del camino, ni una duda sobre la desolación que ha causado, ni un pensamiento digno de atención sobre sus rivales, pero tampoco sobre sus seguidores más fieles, ni una pasajera sensación de mortalidad. Es el todo y la circunstancia. El resto, añadidura. De allí la irrelevancia de las actuaciones de la mayoría de los miembros del elenco, que cumplen a duras penas la función de comparsas, pero también el trabajo de quien hace de radiante sol. Solo actúa como personaje sol, una peripecia previsible y tediosa que no conduce a desafíos de interpretación. El actor apenas torea por estatuarios, aunque de funciones anteriores le recordemos trasteos serios. Ahora no deja nada memorable para el arte que interpreta, tal vez por la simpleza de sus líneas. Tampoco para la faena que le encomendaron de apuntalar la fe en un paladín incomparable. Pero quién sabe, porque el héroe, el actor y el escritor del guión cuentan con una legión de espectadores entusiastas y cautivos.
epinoiturrieta@el-nacional.com