Por: Ibsen Martínez
La semana pasada Caracas vivió otro de sus días demenciales.
Los reclusos del penal de La Planta rehusaron ser trasladados a otros establecimientos del interior del país y lo hicieron de manera enfática, por decir lo menos: una nutrida balacera mantuvo alarmada – y literalmente paralizada- a la ciudad durante todo el día.
Y a raya a los efectivos de la Guardia Nacional, algo que a su vez es mucho decir.
Hablamos de armas automáticas de gran calibre, hablamos de una prolongada y horrísona balacera que ríete de la banda sonora de “Buscando al soldado Ryan”, hablamos de un vecino muerto por una bala perdida mientras se hallaba en la sala de su casa.
La respuesta de la ministra a cargo del sistema carcelario fue característica: sin parar mientes en la gravedad de lo que admitía, exculpó a la inefable Guardia Nacional afirmando que los disparos habían sido hechos por los reclusos, sin permitirse explicar por qué rayos éstos tienen en su poder fusiles de asalto y granadas antipersonales.
La siempre cejijunta ministra, de ordinario un carácter malhumorado y pronto a la injuriosa descalificación del adversario, hizo gala de humorismo involuntario al solicitarle a los “pranes” del retén de La Planta que “le bajaran un poquito de violencia” a la vaina.
Hasta donde sabemos, aprovechando quizá la tregua que impuso el aguacero huracanado que cayó la tarde del martes, se han entablado “negociaciones” entre los capos de las bandas que, junto con el funcionariado corrupto, manejan la llamada industria del preso en nuestro país.
Los “pranes” – ¿de dónde vendrá este vocablo que últimamente designa a los capos de intramuros? -, gente de las ONG activistas de los derechos humanos y funcionarios de la administración de prisiones discuten en secreto condiciones que los demás ciudadanos ignoramos, tal como cuadra a un estado de cosas cuyas características principales son la opacidad y el secretismo.
La crisis carcelaria, que consiste en lo que Moisés Naím ha descrito con amarga ironía como la “privatización del derecho del Estado a violar los derechos humanos” de los reclusos, junto a la violencia criminal, desbordada al punto de que, sólo el fin de semana pasado, se registraron en Caracas más de cien “secuestros express”, muchos de ellos a cargo de funcionarios policiales en activo, son el síntoma más florido, junto con las cifras de homicidios, de que la sociedad venezolana vive las consecuencias de un Estado desmantelado por la acción conjunta de la corrupción odinaria – endémica en un petroestado populista y cientelar- y el deletéreo efecto del narcotráfico en todas nuestras instituciones.
El narcotráfico es un fenómeno proteico: adopta formas disímiles, en especial en nuestra América. Parafraseando con desmaña al gran Tolstoi, puede decirse que todas las sociedades latinoamericanas minadas por el narco se parecen, pero cada una de ellas es violenta a su propia manera.
En Venezuela la guerra de los carteles no arroja todavía el saldo de decapitaciones y ahorcamientos que ya son inhumanamente familiares en México.
Su campo de batalla, aparte las miserables favelas de nuestras ciudades, donde se calcula que actúan ya más de doce mil microbandas, son los órganos de “administración” de justicia y el sistema carcelario.
Sus principales carteles están encabezados por militares de alta graduación, magistrados y ministros de gran peso en el funcionariado del régimen. Las declaraciones de altísimos exmagistrados que corren a constituirse en testigos protegidos de la DEA permiten tener una idea de cuán profunda y extendida es la penetración del narco en la cúpula de un régimen “revolucionario”, militarizado y de clara vocación dictatorial.
El insidioso avance de narcotráfico en nuestro país perturba el cuadro electoral de un modo que, con seguridad, no escapa a los monitores de La Habana.
Ellos, como pocos, saben que, si bien la “guerra contra las drogas” llevada a delante por los gringos durante más tres décadas no ha impedido el auge del negocio, sí puede brindar una muy efectiva coartada para las intervenciones encaminadas a los cambios de régimen.
La soterrada guerra de las facciones chavistas está signada por el narcotráfico, sus modos de discurrir y por sus brutales usos. La crónica de la política electoral venezolana no puede podrá ya prescindir de nociones como “cartel”, “narcogeneral”, ” testigo protegido” y “sicariato”.
Y es en ese contexto que debemos llegar a las elecciones del 7 de octubre. Dicen que Dios protege a los borrachos y a los peloteros que ocupan la tercera base.
Esperemos que también se ocupe de los demócratas venezolanos.