Por: Sergio Dahbar
Parece mentira, pero se fue la doctora Rita Levi-Montalcini. Bajó la guardia. Tenía 103 años y apenas dormía tres horas al día. Científica, premio Nobel de Medicina 1986, soltera y feminista indómita. “Soy mi propio marido”, alegaba.
Fue senadora vitalicia y nunca creyó en la jubilación. Escuchaba muy mal y veía con enorme dificultad, pero no se detenía nunca: investigaba, ofrecía conferencias, ayudaba a la gente más necesitada, y era una conversadora sagaz con una mente lúcida.
Muchas veces le preguntaron cuál era su secreto para superar los cien años. Había muchos. Destacaba el optimismo, que la ayudó a soportar momentos durísimos. Padeció enfermedades, estuvo cerca de la muerte, fue perseguida por los nazis, pero eso afectaba su cuerpo. Su mente permanecía a salvo. Una maravilla.
Y entonces suelta esta perla. “Llegué al Premio Nobel en 1986 gracias al gobierno de Mussolini’’. Vaya teoría para una italiana que sufrió los estragos de la Segunda Guerra Mundial en carne propia y en los de su familia.
La explicación es preciosa. Las dificultades potenciaron sus capacidades. No llegó a agradecerle al Duce. Pero reconocía que sin su declaración de que pertenecía a una raza inferior, no hubiese podido avanzar y desarrollar su cerebro como lo hizo. Se sintió amenazada y no se rindió.
Una de sus últimas rutinas fue visitar diariamente el European Brain Research Institute, que creó en Roma. Supervisaba los experimentos sobre la molécula proteica llamada Factor de Crecimiento Nervioso (NGF), que descubrió en el año 1951.
Su revelación científica juega un papel esencial en la multiplicación de las células y en el estudio del cerebro. Científicos aseguran que la cura del Alzheimer y el Parkinson se encuentra en el camino que despejó Rita Levi-Montalcini.
Por 40 años tuvo una mano derecha, Giuseppina Tripodi, con quien publicó el libro de memorias, La clepsidra de una vida, que sigue los pasos de su historia.
Allí se encadenan diferentes episodios significativos. Su nacimiento en Turín, en el seno de una familia de origen sefardí; la terca decisión de estudiar y no tener hijos, para evitar el modelo de su madre; la huida a Bélgica con el fascismo y las leyes raciales de Mussolini pisándole los talones; el trabajo clandestino como médico de la resistencia; su experiencia invalorable como zoóloga en Misuri (Estados Unidos); el momento cumbre en Estocolmo; y luego el regreso a Italia, país por el que siempre sintió un amor profundo.
Aseguraba que las desdichas las causaba el hemisferio derecho del cerebro. Por ser la parte instintiva, “la que sirvió para hacer bajar al australopithecus del árbol y salvarle la vida. Es la parte menos desarrollada y la zona a la que apelan los dictadores para que las masas les sigan’’.
Todas las tragedias, repetía, se apoyan siempre en ese hemisferio que desconfía del diferente. La lucha ancestral entre el impulso natural y el razonamiento.
Puede parecer un argumento de Ray Bradbury, pero es pura ciencia. Un cerebro arcaico domina al que puede pensar las mejores cosas. Por eso hay que permanecer alerta. Un error y nos acercamos al abismo. El ser humano corre verdadero peligro cuando disfraza su inteligencia con los peores apetitos.
Mussolini, Hitler y Stalin convencieron a sus seguidores de aceptar monstruosidades con ese raciocinio, que es puro deseo estomacal y surge en el origen de la vida de los vertebrados.
En 103 años Rita Levi-Montalcini atesoró experiencia para ofrecer con las manos abiertas. Recomendaba desinteresarse de uno mismo y ser indiferente ante la muerte. Seguramente hubiera estado de acuerdo con Chesterton, que aseguraba que los ángeles volaban porque se toman a sí mismos a la ligera.
Quería vivir con serenidad, y pensar siempre con el hemisferio izquierdo. El derecho conduce a la Shoah y a la miseria. Sabía de qué hablaba.
Siempre confesó que aguantaría hasta que le funcionara el cerebro. No importaba que le doliera el cuerpo. Había preparado su testamento biológico para cuando extraviara la capacidad de pensar.
En ese momento deseaba que la ayudaran a dejar la vida con dignidad. Podía pasar en cualquier momento. Ocurrió tranquilamente cuando despedíamos el año 2012. No le pudimos decir adiós, aunque se lo merecía.