Publicado en: Frontera Viva
Por: Tulio Hernández
Daniel Ortega ha terminado siendo igual, o incluso peor, que “Tachito” Somoza, el dictador al que el Frente Sandinista de Liberación Nacional, el FSLN, se enfrentó y derrocó vía lucha armada en 1979.
Y es igual o peor, no solo porque el aparato represivo creado por Ortega es del mismo talante criminal que el de Somoza, sino porque Anastasio Somoza Debayle nunca ocultó su naturaleza dictatorial. En cambio, Daniel Ortega entró a la escena política como una figura libertaria, anti dictatorial y democrática, para luego terminar convertido en un dictador bananero, cínico y cruel.
“Tachito” gobernó dos periodos, entre 1967 y 1972, el primero, y entre 1974 y 1979, año cuando fue derrocado, el segundo. Diecinueve años en total. En cambio, Ortega ya lleva veintiséis al frente del gobierno de su país. Primero, entre 1985 y 1990, cinco años, y ahora viene gobernando desde 2007 sin interrupción, a los que hay que agregarle el periodo 1981-1984, en el que fue coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de Nicaragua.
Después de haber encarnado, al menos para nosotros, los jóvenes estudiantes universitarios latinoamericanos anti dictaduras de los años 1970, un héroe libertario, Ortega se ha convertido en un dictador más. Un asesino déspota y malvado. Una equivocación de la dignidad humana.
Ortega y su mujer Rosario Murillo son la ratificación de la enfermedad latinoamericana de aquellos gobernantes que deciden amarrarse al poder para solo soltarlo el día que les llegue la muerte. Fue lo que hizo Juan Vicente Gómez en Venezuela. Nadie lo pudo derrocar. Gobernó entre 1908 y 1935 hasta que “la pelona” lo vino a buscar y lo sacó de la jefatura del Estado. Lo mismo que Porfirio Díaz en México, donde gobernó treinta años con 135 días exactos. Lo que Fidel Castro en Cuba, donde mandó, directamente o a través de su hermano Raúl, desde 1958 hasta su muerte en 2016. También Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, treinta y un años gobernando hasta que lo cosieron a tiros en una calle de San Juan. Y lo que hizo Hugo Chávez, desde 1999 hasta 2014, cuando un cáncer pélvico —no la oposición, no la resistencia democrática— lo sacó de Miraflores. Y lo que viene haciendo Ortega, gobernando en tres etapas, por veintiséis años, en Nicaragua, sin que sepamos aún cómo será su final.
Pero en el club de los sátrapas latinoamericanos, donde reinan Pinochet, Galtieri, Bordaberry, Castro y Stroessner, Ortega es tal vez uno de los más despreciables porque, es necesario repetirlo, pasó de héroe libertario a monstruo totalitario, aliado con lo peor de la ultraderecha y la jerarquía eclesiástica conservadora de su país. Y con el expresidente Arnoldo Alemán, un corrupto de siete suelas.
Conocido por abusar sexualmente de su hijastra con el apoyo de su madre, la madre de la hijastra digo; por convertirse en el perseguidor obsesivo de quienes fueron alguna vez sus amigos y aliados —los escritores Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Gioconda Belli, entre otros—; por crear grupos paramilitares para perseguir opositores y encarcelar a los candidatos que pensaban competirle en las más recientes elecciones presidenciales, Ortega, junto a Nicolás Maduro, es en este momento histórico de América Latina, el mayor símbolo del oscurantismo y del retroceso de una región que, a finales del siglo XX, creía haber superado la era de la pre democracia y ahora, en el XXI, ha retrocedido como los cangrejos a la era de los dictadores, tiranos y autócratas.
Por eso la resistencia democrática de América Latina celebra como si fuese un triunfo olímpico el hecho de que Arturo McFields Yescas, durante una sesión virtual del Consejo
Permanente de la OEA, celebrada pasado miércoles 23 de marzo, haya decidido, como él mismo lo dijo, dejar de “guardar silencio” y calificar —sin eufemismos ni edulcoraciones— como una “dictadura cruel” al gobierno de Daniel Ortega, el mismo hombre que lo había nombrado embajador en la Organización de Estados Americanos, la OEA.
McFields Yescas, a quien Ortega ya destituyó como embajador plenipotenciario ante la OEA, es un periodista de profesión, y, por lo tanto, centró parte de sus denuncias en el hecho de que Nicaragua se ha convertido en “el único país de Centroamérica donde no hay periódicos impresos y no hay libertad siquiera para publicar en las redes sociales”.
Pero McFields no se quedó allí. En su intervención, que fue un verdadero inventario de las atrocidades del régimen sandinista, recordó que ya no quedan en su país “organismos de derechos humanos independientes”, que los partidos políticos opositores han sido devastados, que tampoco hay ya “elecciones creíbles”, y que “no existe separación de poderes, sino poderes fácticos”. Mientras lo escuchábamos pensábamos que estaba hablando de Venezuela. Triste pero emocionante.
En Nicaragua, lo recordó McFields, se ha comenzado a confiscar las universidades privadas; se han cancelado 137 oenegés católicas, evangélicas y ecologistas; la cifra de presos políticos supera los 180, y más de 350 personas han perdido la vida asesinadas a tiros en las manifestaciones de protesta contra Ortega.
La pregunta que no puedo dejar de hacerme es qué ocurre en la cultura política latinoamericana, qué pasa en nuestra psique individual y colectiva, para que líderes y movimientos políticos —como Ortega y los sandinistas que aún lo siguen—, que vivieron en carne propia la represión, la tortura, el asesinato y la privación de libertades, una vez en el poder hagan exactamente lo mismo que aquello contra lo que, cuando eran jóvenes idealistas, lucharon.
¿Cuál es la tara colectiva para que hombres como Jorge Rodríguez, uno de los jefes del chavismo en Venezuela, cuyo padre fue asesinado por torturas, en vez de luchar contra la tortura, la alimente y la ponga en práctica asesinando a opositores con los mismos métodos con los que asesinaron a su padre?
Como un presagio, en las últimas páginas de Tongolele no sabía bailar, la más reciente novela de Sergio Ramírez, exiliado ahora de su casa en Managua, de su barrio y de su país, el autor recuerda en el epílogo el Apocalipsis 13:4:
“Y adoraron al dragón que había dado autoridad a la bestia, y adoraron a la bestia diciendo: ¿Quién como la bestia y quién podrá luchar contra ella?”.