Publicado en: El Nacional
No hay ninguna democracia perfecta. En Venezuela tampoco la hemos tenido. Después de la caída de Pérez Jiménez, las élites políticas de AD, Copei y URD hicieron esfuerzos para construir un país con alternancia en el poder y cierta institucionalidad. Sin embargo, estuvieron lejos de sentar bases fuertes para un Estado y una sociedad realmente democrática. Mientras este intento de democratización funcionó para una mayoría de la población, no incluyó a todos por igual. Es por ello que iniciamos un período oscuro en nuestra historia, que no solo nos llevó al autoritarismo, sino que también ha acabado –en nombre del socialismo– con la economía y el bienestar de nuestra población. El pasado hecho está. ¿Qué nos depara el futuro? Asumamos por un momento que logramos salir de Nicolás Maduro en unas elecciones libres en los próximos tiempos. ¿Será que esas elecciones nos llevarán automáticamente a una democracia? ¿Habremos aprendido de este pasado doloroso para crear un nuevo modelo en el que, realmente, quepamos todos? Quisiera sonar más esperanzadora, pero me temo que la respuesta es no. Resaltaré solo tres puntos.
En primer lugar, el chavismo, tal como lo hace todo régimen autoritario, nos ha quitado los espacios para poder reflexionar y debatir de manera constructiva y crítica. Durante dos décadas nos ha bombardeado con tanta desinformación y polarización que hoy en día es casi imposible sostener una discusión con una persona que piense distinto a nosotros. Es el absolutismo y el pensamiento autoritario lo que ha sembrado el régimen en nuestras cabezas y es esto lo que no nos permite razonar y llegar a puntos medios. Existe una intolerancia absoluta hacia todo lo que no sea extremista. Todos nos creemos dueños de la verdad y si alguien difiere es porque es un “traidor”, “chavista” o “escuálido”. Pongamos el debate sobre las sanciones como ejemplo. Si uno argumenta que las sanciones económicas afectan a la población, uno es “una chavista pagada por el régimen dictatorial”. Pero, por el contrario, si uno niega vehementemente que las sanciones puedan tener algún impacto negativo sobre los venezolanos, ahí sí uno es dueña de “la verdad” y se encuentra del “lado correcto de la historia”. Nótese que lo importante aquí no es la evidencia ni la discusión entre estas dos posiciones, sino el lado del que uno se ubique: del bueno o del malo. ¿Cómo nos diferenciamos del chavismo si nosotros mismos no toleramos la crítica? ¿Cómo queremos conquistar a los sectores desencantados con el oficialismo si entre nosotros mismos hemos creado bandos ficticios de villanos y héroes? ¿Cómo hablamos de democracia si excluimos a todo aquel que adversa nuestras propuestas?
En segundo lugar, el régimen ha vaciado de contenido una serie de conceptos clave para el desarrollo de una sociedad democrática. Eso nos ha llevado a tener múltiples definiciones, y, por ende, un entendimiento confuso sobre temas esenciales. Pongo dos ejemplos. Chávez y Maduro han movilizado a miles de venezolanos por la fuerza o a través del hambre a los centros de votación en día de elecciones. A este fenómeno ellos le llaman participación. También han insistido en que Venezuela es democrática porque en el país se han celebrado casi tres decenas de elecciones desde que ellos llegaron al poder. Ni lo primero es participación, porque no es voluntaria, ni tener elecciones significa tener una democracia. Algunos sabemos eso. Sin embargo, pudiéramos pensar que las generaciones que nacieron bajo el chavismo no conocen otro tipo de participación ni otro tipo democracia. ¿Cómo pretendemos que defiendan o apoyen algo que no conocen? ¿Hemos hecho el esfuerzo de explicar estos conceptos? ¿Está nuestro liderazgo formado para hacerlo?
Y, en tercer lugar, la corrupción endémica, el mal manejo de la economía y la crisis humanitaria compleja, han llevado a las élites a buscar cualquier tipo de alianzas para salir de esta pesadilla. Es entendible que queramos pasar la página lo antes posible para crear un nuevo capítulo de nuestra historia. Pero insisto en que no será factible crear una nueva democracia con alianzas antidemocráticas. Una frase común que leo y escucho es: “Salgamos de estos tipos y después vemos”. El problema es que el aparente apoyo que estamos recibiendo de sectores ultraderechistas no es tan benevolente como pinta. En política, nadie apoya a nadie por simple altruismo. Estos movimientos de ultraderecha usan nuestra tragedia para incrementar sus propias bases electorales y atacar a las corrientes de tendencia izquierda en sus países. Y es válido que lo hagan desde su perspectiva. Sin embargo, para nosotros será muy difícil generar un sistema político democrático si este surgió de un contexto de alianzas con partidos y movimientos antidemocráticos. No podemos de ninguna manera aplaudir el racismo de Donald Trump, la discriminación de la comunidad LGTBI por parte de Jair Bolsonaro o los comentarios nacionalistas y antiinmigración de Vox en España únicamente porque estos simulan ser nuestros aliados en tiempos de dictadura. Recordemos cuánto nos frustró que el mundo entero callara mientras perdíamos nuestros derechos. ¿Seremos capaces de desearle el mismo dolor a otras sociedades solo porque –supuestamente– nos beneficia a nosotros hoy en día?
La combinación de la intolerancia, la desinformación y las alianzas con factores antidemocráticos indican que no estamos preparados para vivir en democracia, aun si Maduro sale de Miraflores mañana. La realidad de otros países como Suráfrica o Ruanda comprueban que, sin acuerdos, no hay viabilidad de progreso. Al mismo tiempo, sabemos que los acuerdos no se construyen con intolerancia, desinformación o coaliciones antidemocráticas. Es por ello que necesitamos urgentemente un nuevo contrato social para poder soñar con la posibilidad de que, en algún futuro lejano, podamos decir que vivimos en democracia.