Publicado en: El Universal
Vale sospechar que cuando algún personaje emprende campañas moralizadoras, estamos más bien ante un redomado bribón con fines distintos al bien público, como lo vivimos con los notables en Venezuela y los gobiernos antipolíticos desde 1993. Las cruzadas éticas recuerdan demasiado la turbidez de la inquisición. Los jueces se quedaban con las propiedades de las enjuiciadas por brujas y se ha analizado la perversidad sexual en los procesos y las sesiones de tortura. En Perú hoy ha aparecido un tribunal de inquisición que confiesa “No nos enfrentamos solo al poder del dinero, sino… a la clase política peruana” (El País, 21/04/19). Prepárese que viene la revolución.
La ofensiva de terrorismo judicial es mucho peor que la que tuvimos aquí hace 28 años. El Torquemada de turno, el fiscal Rafael Vela, explica claramente su plan. Lo mismo planteaban Escovar Salom, Uslar Pietri, Maíz Vallenilla y otros de aquellos repúblicos que demolieron el prestigio del liderazgo, a los que debemos la destrucción de la democracia y el ascenso del chavismo. Cuenta el Santo Oficio del Virreinato Perú con la esencia del procedimiento inquisitorial, anterior al derecho acusatorio moderno: la prisión preventiva, nada menos que por tres años, es decir, una sentencia previa por sospecha, sin juicio y sin derecho a la defensa.
Así están presos el expresidente PPK, enfermo cardíaco, a sus 82 años una condena a muerte, y su anterior rival, Keiko Fujimori, también hasta ahora sin pruebas. Estuvo año y medio en la cárcel el matrimonio Humala Heredia. Pensaban hacer lo mismo con el expresidente Alan García, pero ocurrió lo imprevisible. El kamikase blandió como arma blanca su muerte y se las clavo en la garganta. Tal vez el escándalo mundial amaine ese terrible peligro de un país donde los presidentes desde Fujimori a nuestros días, todos los de los últimos 27 años están acorralados por el sistema judicial, menos el que voló sobre el nido del cucú.
Los tribunales del odio
El terrorismo judicial logró que Fujimori siga preso para que se muera, después de pagar larga pena y recibir un indulto legítimo. La carta de Alan García estremece, sobre todo porque la escribió semanas antes, y su decisión y serenidad recuerdan a Getulio Vargas cuando hizo lo mismo en 1954. También Salvador Allende se suicidó en la ruina política, la destrucción y curiosamente varios Allende lo hicieron: su hermana y una de sus hijas. La diferencia es que García reivindica con razón su triunfo, en el segundo periodo tal vez el mejor presidente que tuvo Perú.
Clava una frase de bronce, shakespereana, en su testamento. Dejo mi cadáver en señal de desprecio. El fiscal Rafael Vela se queja de no haber podido encerrar más indiciados porque tienen dinero y pueden contratar buenos abogados, un contratiempo. Dice el héroe que “estamos enfrentando no solamente a toda la clase política del país (toda) sino… espaldas financieras muy grandes… personas de alto perfil tienen mucho dinero para pagar defensas técnicas muy calificadas” (idem).
Si el fiscal es capaz de decir que toda la clase política es corrupta, ya sabemos de qué se trata. En la misma página de semejante testimonio apareció el artículo habitual de Vargas Llosa, quien tan merecidamente tiene ganado respeto universal y por eso esperamos de él sensatez y sentimiento. Pero esta vez Don Mario se olvidó del Premio Nobel, se bajó del caballo y declaró como un peruano sacudido por la política de su país, del que sabemos que nunca ocultó su ojeriza a García. Por eso afirma cosas que no cuadran con las dimensiones del escritor.
Voto de pobreza
La estructura subyacente del artículo es esta: ciertamente al sospechoso, pese al alud de investigaciones, no le han podido comprobar nada… pero intuyo su culpa, porque no es como Belaúnde que salió más pobre de la Presidencia que al entrar. Don Mario despoja el acto final de García de cualquier dignidad y lo atribuye al remordimiento o la culpa. Otelo y no Antonio. Es incomprensible que alguien como él, un cultor de Tirante el blanco la novela de caballería de Joanot Martorell, y de Don Quijote, reste importancia al sacrificio supremo, caballeresco de dar la vida por una causa, por la honra.
Entregar el físico no es cualquier cosa como sabemos todos, pero nadie mejor que Don Mario que ha leído todas las novelas y dramas. Desconcierta que un liberal moderno y culto acepte que hay culpables sin pruebas. Tanto como exigir voto de pobreza a un político exitoso con cincuenta años de carrera y dos veces Presidente de la República. Tal vez los peruanos, y su Premio Nobel, deberían comenzar a preocuparse por el destino de esta marcha de la locura judicial y por el rumbo del país impulsado por la Vela del fiscal.
Una experiencia memorable y que debiera servir de ejemplo, en la que un juez en la lucha contra la corrupción se sintió ungido y quiso cambiar el mundo fue la de Antonio Di Pietro, el mani puliti, protagonista de la razzia contra dirigentes políticos y empresariales a comienzos de los 90 en Italia que se llamó la tangentópolis. El resultado no fue un nuevo sistema político de manos limpias sino la liquidación de los partidos históricos y el advenimiento de la antipolítica, que tomó cuerpo nada menos que en Berlusconi.
Lea también: “La manzana de la discordia“, de Carlos Raúl Hernández