Publicado en The Objective
Por: Andrés Miguel Rondón
Es quizás el suceso más curioso de nuestros tiempos que las sociedades más prósperas de la historia de la humanidad sean también las más insatisfechas. Tanta paz, tanta riqueza y comodidad, tanta cultura gratuita a la mano y tanta educación universal nos ha valido de tan poco… El reino dual de la ciencia y el mercado, imperante desde la posguerra, nos ha dado señalados adelantos materiales e intelectuales; arribos que, ante la dejadez de Europa y Norteamérica, parecen más bien desvíos. Si por dinero y epistemología pudiera tener significado la vida ya deberíamos haber llegado a la utopía, o al menos tenerla cerca. Pero mientras más andamos, más se nos aleja.
El cuerpo de evidencia es ya incontrovertible: populismos, ‘muertes de la desesperanza’, recientes estudios sobre la depresión creciente de la clase media. Todo indica a lo mismo: es hora de darnos cuenta que este camino posmoderno, científico y consumista no lleva a ninguna parte. Tiempo de armarnos de modestia, reabrir el viejo mapa y darnos la vuelta. Buscar otra manera, otra bifurcación en el trayecto, y seguir. ¿Por dónde? La pregunta es retórica, por supuesto, pero también política.
Si digo que deberíamos empezar por uno mismo y mirar adentro, que hay que “ser el cambio que queremos hacer en el mundo”, que la utopía, o como dirían los religiosos, el reino de Dios, está “dentro de cada uno de nosotros”, no lo hago con la liviandad del que regresa al lugar común. Ni siquiera con optimismo. Mi postura es la misma que Dostoevsky: la utopía es imposible en parte porque ningún individuo sinceramente la busca. Nadie quiere ser perfecto. Serlo implicaría destruir parte de su personalidad: la oscura, exuberante y dionisíaca. En el paraíso no hay cachondeo. Por eso lo negamos.
Es incomprensible cómo esto que todos individualmente aceptamos como cierto –que no somos, ni queremos, ser perfectos– en colectivo lo obviamos tan coquetamente. Cuando caemos bajo la hipnosis de un líder populista, o de una idea totalitaria (que todos somos iguales, que la superación material nos hará felices, que el misterio es mejor erradicarlo), ¿Qué hacemos más allá de escondernos en el colectivo para darle entrada a la locura y la superstición? No era nomás metáfora cuando Jung se refirió al nazismo y el comunismo de su época como “psicosis utópicas masivas”: intentos esquizofrénicos de darle significado a la vida. Ahora la camisa de fuerza la cargan el populismo y aquella contradicción en términos que es el liberalismo radical.
La única manera de continuar avanzando, por tanto, empieza por reconocer nuestra propia sombra, la cual mientras más nos acercamos al sol utópico, más se elonga a nuestras espaldas. No es coincidencia que la ideología más paradisíaca, el comunismo, fue también la más genocida. Cada quien traiciona a la sombra bajo su propio riesgo.
Si reconocemos, entonces, que el progreso por el progreso no nos hará felices –o ya directamente que dicha felicidad queda, tonta y satisfecha, no existe, ni la buscamos, ni aporta significado– que la utopía no es una meta sino un impulso, que no hay nada reprochable en ser medianamente sombrío –que el logro moral no es ser bueno siempre, sino ser bueno a pesar ser malo– si hacemos, en definitiva, una nueva política basada en un entendimiento más profundo, aunque embarazoso, de lo humano– entonces tal vez sí logremos dar un paso que no sea en falso. Porque camino sí existe: tal vez no a la utopía, pero sí hacia adelante. Hay una parte oscura dentro de nosotros, imposible negarlo. Pero también una parte luminosa.