Virgen de la Unidad – Jean Maninat

Por: Jean Maninat

La religión, ese milenario reconstituyente, preserva a los creyentes y no creyentes de la intemperie que nos cayó encima al nacer, obligándonos a darle algún sentido, ya sea con fe o sin ella. Unos y otros pasamos nuestro tránsito por el planeta haciéndonos las mismas preguntas -válidas todas ellas- acerca del sentido de la existencia. No distan mucho las raíces de la duda en los filósofos presocráticos, de las que intentaron responder los pensadores de la Ilustración, los teóricos del Big Bang, o los científicos que “manipulan” los genes para intervenir el curso natural de la vida.

Entre creyentes, agnósticos y ateos, se han escrito la páginas más enriquecedoras de la aventura intelectual de unos seres básicamente inermes ante el desafío de abrir los ojos en un mundo ignoto, y por tanto extraño. Nunca se sabrá si el llanto que sigue a la palmada que da la bienvenida al mundo, es de alegría, o consternación.

En la búsqueda de certitudes, nos fuimos llenando de amuletos mágicos, de imágenes milagrosas, que a pesar del triunfo de los tres grandes monoteísmos -y de la ciencia- siguen rigiendo nuestra cotidianidad, bien sea para que nos encuentren la llave perdida, la pareja deseada, o que el avión que se sacude indómito a 30.000 pies de altitud, recupere el sosiego que nos prometió el piloto en su alocución de bienvenida. Y no faltaba más, que enderecen los entuertos causados por el más humano de los oficios humanos: la política. ¡Cómo si ya no tuvieran chamba suficiente!

A medida que las contrariedades se hacen más agudas, pesan un poco más de lo habitual, (La cruz no pesa lo que cala, son los filos cariño santo… reza una vieja ranchera mexicana que interpretó como nadie Lola Beltrán), vamos creando nuevas deidades especializadas en sacarnos la patas del barro en que nos metimos nosotros mismos. En este valle de lágrimas que es Venezuela, hemos dado con la nuestra, la que resolverá el entuerto político que labramos con celo después de diciembre de 2015: la Unidad.

Como si de un lego infantil se tratara, se pretende que después de lo sucedido se arme un tinglado con piezas que no calzan ni a martillazos, sin que medie la mínima reflexión, el reconocimiento transparente de los logros y los errores cometidos, el ejercicio democrático de eso que los anglosajones llaman accountability, que, en este caso, no es más que asumir cierta responsabilidad en el desastroso estado que vive la oposición en Venezuela. Y digamos que es de lado y lado, como corresponde a los tiempos ecuménicos que deben regir en momentos de debacle colectiva. Que cada vela se pegue a su mástil, y cada quien asuma su responsabilidad y la sostenga, sin correrías.

No basta clamar al cielo, con la mirada enfebrecida de voluntarismo, que el gobierno no durará seis años más porque no nos lo calamos, que el quiebre está cerca ya que así lo hemos decretado -con diversas denominaciones- desde hace tantos años. Hacer el inventario diario de las desgracias que el régimen ha ocasionado a un pueblo que creyó en su proyecto y hoy recolecta las miserias que le otorgó, es oficio de comentaristas internacionales, no de políticos con el mandato de encontrar soluciones y no plañideras. Y las listas de buenos deseos, son eso, listas de buenos deseos, aún si se desgranan en la augusta Aula Magna.

La oposición democrática -sea lo que sea hoy día- tiene que recuperar su liderazgo frente al país (es cierto, es otro buen deseo). Pero para lograrlo, tendría que hacer un profundo balance de su actuación, renovarse, salir de su ensimismamiento autocompasivo, desechar la ilusión de que la solución vendrá de la mano de la caridad internacional, la hiperinflación, o la implosión del régimen ante el desastre que ha causado. De todo, menos de su acción política.

No queda más que darle el beneficio de la duda -una vez más- y rogar que sepa algo que nosotros no sabemos. No tenemos otra y es ella la que ejerce, todavía, cierto liderazgo, con lo bueno y con lo malo que eso significa. Eso sí, que tenga en cuenta que la Virgen de la Unidad no hace milagros.

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