Si gana la abstención en una eventual elección presidencial, habrá triunfado el régimen y recibido su premio de consolación el sector radical de la oposición empeñado en boicotear toda posibilidad de salida electoral “hasta tanto no salgamos de la dictadura”.
También habrá colapsado, una vez más, un sector del liderazgo opositor, siempre a la espera de medir la temperatura del “humor de los feligreses” antes de apoyar públicamente las iniciativas políticas pertinentes –que apoya en privado– por aquello de no “rayarse con la gente”.
Sus máximos representantes suponen que satisfaciendo a los vociferantes de la primera fila, ganarán indulgencias con escapulario ajeno. Al final, se han quedado sin el santo ni la limosna, excomulgados por un poder impío y arbitrario, experto en cazar debilidades al vuelo y contradicciones rasantes.
Sucede que la gente es menos lerda de lo que algunos suponen. Y por gente nos referimos a las grandes mayorías que luchan por la subsistencia urgidas de CLAP o de GAP. La precaución de algunos dirigentes opositores de no cuadrarse con una posición, hasta tener una indicación infalible del ánimo público, termina desencantando a todo el mundo. A los de arriba y a los de abajo, según la división de clases de una ya añosa telenovela peruana.
Las clases medias se indignan y empiezan a guillotinar cabezas dirigentes en lo centros comerciales que van quedando, y las clases populares siguen pensando que, “más vale malo conocido, que bueno por conocer”, sobre todo cuando los buenos no ganan una, y si la ganan la botan, como hicieron con el impactante triunfo de diciembre de 2015, por empeñarse –una vez más– en adelantar la realidad por la cuneta.
De tanto repetir que el régimen siempre esconde un truco salvador bajo la manga, terminan por suponerlo invencible, a pesar de las derrotas que le han infligido. El síndrome de Miraflores, será llamado de ahora en adelante, para despecho de los suecos.
Si gana el abstencionismo, una vez conocidos los resultados del triunfo oficialista en los comicios presidenciales, las ciudades venezolanas lucirán como pueblos fantasmas, tierra baldía, donde nadie celebra triunfos, ni llora derrotas.
Quienes prometieron calles aguerridas y épicas encendidas, despertarán al día siguiente entre lagañas deprimidas, harán gárgaras –como es su costumbre cotidiana– en contra de la infinita maldad del gobierno, y la poca virtud de la MUD, y luego volverán a dormir para tomar fuerzas y liderar lo que está a punto de llegar… y nunca llega.
Algunos incautos bajarán a los malecones para adivinar con catalejos la imponente flota naval extranjera que –como la de la Liga Santa en Lepanto– vencerá al turco rojo en nuestras costas para traernos la tan ansiada libertad. Irritadas las pupilas por la luz del Caribe, sin haber finalmente avistado las naves liberadoras en la lontananza, se irán a dormir desesperanzados.
Otros, aún más cándidos, otearán desde sus azoteas el cielo y con sus fragmentos de espejos reflejando la luz del sol, harán señales a las cafeteras voladoras de la aviación latinoamericana para indicarles las arterias viales aptas para aterrizar, hasta que la tortícolis les haga regresar adoloridos a sus aposentos.
¿Y si gana la abstención? La depresión será mayor, la desesperanza terrible, pero los articuladores del desarme electoral de la oposición se sentirán reconfortados, proclamarán el advenimiento de una nueva era, repetirán sus pamplinas refritas, y le habrán entregado definitivamente el país al régimen sin derramar un voto.