Publicado en ALnavio
Las personas que se enamoran de la naturaleza, como sustituto de las malas relaciones que tienen con otros seres humanos, a veces pagan caro esas experiencias.
Siempre que leo historias de gente que idealiza la naturaleza como una suerte de paraíso perdido y encontrado, recuerdo las reflexiones del cineasta alemán Werner Herzog, cuando presentó ante el mundo su documental Grizzly Man. Trabajo notable sobre el choque brutal de las buenas intenciones con la naturaleza salvaje, este director en estado de gracia utilizó 100 horas de filmación que dejó el aventurero Timothy Treadwell, un neoyorquino que se había cambiado el nombre y que hablaba con acento australiano y se vestía con maneras de estrella del rock.
Herzog define de esta manera a Treadwell: “Su figura es la de un chamán semitrágico, un alma utópica, un visionario. Un artista y un antropólogo. Y además un gran cineasta. Las imágenes que rodó durante años son de una belleza sobrecogedora. Ni le juzgo ni opino sobre él, aunque no comparto su visión exaltada de la naturaleza, creo que sus imágenes y palabras son suficientemente claras para explicarle. Y pienso que en su atracción por la naturaleza salvaje lo que le fascinaba era más el caos y la muerte que la armonía”.
Treadwell filmó por una década a los osos Grizzly. Identificó hasta 21 vocalizaciones diferentes en lenguaje corporal para establecer contacto con ellos. Quiso ser su amigo, su protector, pero nunca entendió que para ellos sólo era una víctima más. Antes había querido ser actor y fracasó. Se escondió en el alcohol y las drogas, hasta que descubrió la reserva Katmai en Alaska. Y comenzó a viajar. Quería filmarlos y defenderlos. Un día los osos lo decapitaron y se lo comieron, junto a su novia.
El lector se preguntará a cuenta de qué refresco la historia del entusiasta Timothy Treadwell y del escéptico Werner Herzog, quien entiende que la naturaleza tiene un lado cruel del que no podemos escapar sin perder lo que más queremos.
Me interesa tener presente el pensamiento de Herzog porque sirve para pensar también la historia de Dian Fossey, entusiasta de los gorilas de montaña africanos, quien los defendió de forma radical y murió asesinada de un machetazo en Ruanda el 26 de diciembre de 1985.
Diciembre es un buen mes para recordarla y un mes adecuado para revelar investigaciones sorprendentes para grandes audiencias. Quizás por eso se acaba de estrenar la serie de televisión Dian Fossey: Secrets in the Mist en el canal National Geographic, los días 6, 13 y 20 de diciembre pasado.
La serie, dirigida por el ganador del Oscar James Marsh (por el documental Man on Wire) y narrada por Sigourney Weaver (quien interpretó a Fossey en Gorilas en la niebla). Incluye entrevistas con colegas de Fossey, incluido David Attenborough, así como imágenes de gorilas actuales.
Lo que me impresiona de la historia de Dian Fossey es su abstrusa radicalización. He leído algunas de las biografías más destacadas que intentaron iluminar su gesta naturalista. Una de las más llamativas, The Dark Romance of Dian Fossey, escrita por el exdirector de la revista Esquire, Harold T.P. Hayes, en 1986. La de Farley Mowat, Woman in the Mist, de 1987. Y el libro de Tom Mathews, Light Shining Through the Mist, que es una fotobiografía.
A estas investigaciones y trabajos laudatorios se suman las cartas que ella dejó para que se comprendiera su batalla contra los depredadores de gorilas y la ausencia de criterios de las autoridades de Ruanda.
A propósito del libro de Hayes, la periodista Michiko Kakutani escribió estas líneas: “Para los conservacionistas, podría ser vista como un icono del compromiso, quien arriesgó su propia vida para salvar una especie en peligro de extinción. Para los nacionalistas africanos, podría ser un símbolo de la arrogancia estadounidense, un extranjero que tuvo el valor de decirles cómo vivir y qué valorar. Para las feministas, podía ser un símbolo de valentía y coraje, alguien que evitaba las convenciones y se enfrentaba a enormes dificultades físicas para lograr sus propios objetivos. Para los moralistas, podría ser una lección sobre los peligros del exceso, un monomaníaco, que terminó pagando por su obsesión con su propia vida”.
Todas esas posibilidades caben en una mujer que se radicalizó a partir de un incidente en África en 1966, del que nunca aclaró los hechos, pero que marcó su visión de ese continente.
Su aislamiento; su decepción amorosa con un fotógrafo que estaba casado y que no quiso abandonar a su esposa; su prejuicio hacia los africanos; su odio visceral hacia los cazadores de gorilas; su complejidad para relacionarse con parejas que habían encontrado la felicidad; fueron radicalizando su posición hasta convertirla en una figura incómoda para todo el mundo.
Como en la ficción de Agatha Christie, muchos podrían haberla querido asesinar ese 26 de diciembre de 1986. Su trágico asesinato nunca fue resuelto. Y en parte pareciera que como Hayes deja caer en su libro, “ella comenzó a tejer un mito sobre sí misma”, que pareciera ocultar buena parte de las cosas buenas y malas que le ocurrieron. No fue una persona feliz y no encontró en la naturaleza la armonía que había perdido en su infancia.