(Extracto de mi cuento “El mango azul”, incluido en el libro “Mango” de Armando y Rafael Belloso)
Magdalena era hermosa y estaba en la flor de la juventud. Tenía un brevísima cintura y una piel que recordaba la de los duraznos. Su cabellera broncínea caía como cascada sobre sus hombros. Dicen que su voz de ensueño seducía nomás escucharla. La llamaban ¨La Bella¨. Era una mantuana, de esas inconfundibles, hija de uno de los más acaudalados hombres de aquella ciudad de San Sebastián de los Reyes.
Tenía unas manos prodigiosas para la repostería. Descendiente de vascos, su cocina era espacio de sus sueños de muchacha. Sueños de cuentos de hadas, de hidalgos príncipes, de noches de lunas y estrellas, de niños de risa cantarina correteando por patios en tardes de suave brisa.
Como cada sábado, aquel día Magdalena preparó sus Buñuelos de Viento, un dulce tradicional allá en la Donostia de sus ancestros. Ponía en un cazo medio litro de leche y un vaso pequeño de agua. Le añadía una corteza de limón y una pizca de sal. Lo llevaba al fuego y cuando entraba en hervor, agregaba media taza de harina, de golpe y con el fuego bajo, y removía con una cuchara de madera. Cuando la mezcla se separaba de las paredes del cazo, lo retiraba para que se entibiara. Entonces añadía cinco huevos batidos y removía sin parar. Con la masa tersa, con una cuchara de palo tomaba la medida y formaba los buñuelos y los freía en aceite hirviente, hasta que doraban. Entonces los retiraba y los colocaba sobre una tela blanca. Cuando ya se le habían secado les espolvoreaba con una mezcla de azúcar y canela.
Al día siguiente fue a entregar los dulces. Al cura le dijo que no le había alcanzado para la cantidad de costumbre. “Se me acabó el azúcar, padre”, le dijo con vergüenza. “No importa, lo que Dios agradece es el gesto”, respondió el sacerdote mientras extendía la cesta al monaguillo.
Cuentan que nada más verla, él se prometió conquistarla. Comenzó por mandarle azúcar y canela, para sus buñuelos de viento. Le siguió un velo de encaje. Y así por quince días cada tarde ella recibía un regalo. Los domingos en la mañana se apostaba frente a la iglesia para saludarla. Vestía su único traje y un sombrero de tela y se inclinaba en reverencia. Cuando Magdalena le sonrió de vuelta, pensó que el trabajo estaba hecho.
Antes que el padre supiera lo que estaba ocurriendo por boca de los maledicentes de San Sebastián de los Reyes, la tata fue a contárselo. “La niña, don Domingo, corre peligro. Ese hombre la quiere perjudicar”, le dijo aquella tarde calurosa cuando le llevó un guarapo para aliviar la sed. “¿De qué hablas, mujer? ¿Quién quiere hacerle daño a mi Magdalena?”, respondió el hombre con una voz ronca que no escondía su preocupación.
“Ese hombre no es bueno. Dicen que hizo pactos con el mismísimo Belcebú.”
Que aquel hombre tuviere el oficio de pulpero era lo de menos. Lo de más era que contara con prontuario de cárcel. Un ex presidiario no podía osar pretender a La Bella.
Para cuando don Domingo lo supo, el daño estaba hecho. El hombre había seducido a Magdalena. Pero el padre hizo pesar su poder y acabó con aquel romance con tan indigno personaje. Prohibió su cercanía a la casona y determinó que si no se alejaba lo mandaría a poner preso. La niña lloró y lloró, pero don Domingo dio el asunto por terminado. “Ya se le pasará. Le buscaré un buen marido, alguien a su altura”, sentenció.
La guerra se impuso sobre todo y sobre todos y depararía muchos sinsabores. Cuando en San Sebastián de los Reyes se supo que se acercaban los tropas con estandarte realista, se inició la huida. Gentes de todas clases y linajes protagonizaban uno de los más dantescos párrafos de la historia: la emigración a Oriente. No había de otra. O escapaban con lo que pusieren cargar o serían víctimas de los soldados. Detrás de la multitud que huía, las huestes de Boves. Dicen que más que en guerra, andaban de cacería.
Entre la gentarada que escapaba en carreta, caballos, mulas y a pie, estaban Magdalena, su tata y el padre. A pesar de la ropa que marcaba los pasos de la tragedia, Magdalena seguía siendo La Bella. La comida escaseaba. Los macilentos rostros denotaban su nueva condición social, la de fugitivos.
Aquella noche de luna llena se internaron en el monte. Se decía que las huestes de Boves les pisaban los talones. Aquella luna era un candil sobre ellos, poniéndolos en aún más peligro. Acostaron a los viejos. Las madres se pegaron los niños a sus pechos casi secos para adormilar el hambre. Magdalena había cedido su ración de comida a unos niños. Su vientre se retorcía con el dolor del vacío. El cansancio la venció y se quedó dormida bajo un mata de mango. La despertó el ruido de caballos. Un miedo punzante penetró su corazón. Cuando lo vio sintió que un ángel había bajado del cielo. Distinguió su uniforme patriota.
“Calma. Somos amigos. Vinimos a protegeros”, susurró el capitán. Magdalena sintió que el alma le volvía al cuerpo.
“Hay que moverse. Están a pocas leguas. En silencio. Hay que internarse en la espesura”, ordenó el joven oficial.
La diezmada escuadra de caballería acompañó a la extendida familia por lo que quedó de camino. Buscaban trecho seguro a oriente. Allí los patriotas habían armado un sitio para cobijar a los emigrantes. Hasta tan lejos debían intentar llegar.
Que el amor germine en tan harteras circunstancias es un milagro. El de Magdalena y el valiente capitán fue un cariño de los que iban quedando poquitos. La guerra devora todo, pisotea todo, destruye todo, pero siempre queda encendida una esperanza. Casaron en un capilla improvisada. Ella usó el velo de encaje de su madre y sobre su pecho el relicario familiar. El mejor adorno de él era el uniforme con porte de patria.
A Boves se le erizó el odio cuando entre la multitud vio al viejo que le había impedido casar con La Bella. Nada más atormentante e incontrolable que el rencor.
Cuentan que ordenó a un oficial apresar al viejo. Que la hija se arrodilló y con lagrimas en los ojos pidió clemencia. Cuentan que la tata la tomó por la cintura para que no viera lo que habría de ocurrir. El viejo fue guindado de una ceiba. Y Magdalena, preñada, fue obligada por la tata a refugiarse en una choza de un curandero. Aún hoy nadie explica cómo pudo sobrevivir en tantos años de guerra.
En 1822, una Magdalena igualmente bella pero de ausente sonrisa camina por la calle principal de San Sebastián de los Reyes. De su mano, un niño descalzo, de cabellos enmarañados y ojos vivaces. Aquel pueblo otrora próspero es albergue de fantasmas. Las pocas casas que sobreviven muestran el paso del odio. Magdalena camina tambaleante pero con la cabeza erguida. Le han dicho que en la que fuera su casa hay un militar patriota. Dicen que espera a alguien, que no habla, que sólo se sienta en el zaguán, pule su espada de héroe y espera. Cuando llega a la casona, una esperanza vestida de brisa fresca se levanta. Es 6 de enero, día de Reyes. Entonces lo vio. Vestido de uniforme. Supo que era él.
Un año después, doblan las campanas de la iglesia. Magdalena, con el vientre hinchado que anuncia buenaventura, reza y prepara buñuelos de viento. La tata la ayuda. En el patio, un niño corretea persiguiendo lagartijas. Un hombre de remendado uniforme pule su espada. Es Día de Reyes y San Sebastián celebra sus 238 años. Ya hay patria. Ya hay república. Y Magdalena canta suspiros sobre un tal vez.