Temblores – Alberto Barrera Tyszka

Por: Alberto Barrera Tyszka

Estaba a punto de pagar, en la caja del supermercado, cuando alguien gritó. A partir de ahí, todo se desató en un instante. Un grito, dos gritos, y tres más, y cuatro y cinco y seis gritos. Los cuerpos comenzaron a correr hacia fuera. Se disparó la alarma sísmica. Y ya todos fuimos una marea de voces y de gestos, desbordándose en el estacionamiento.

Yo pensé en Cristina, en la casa. Vivimos muy cerca del supermercado, casi enfrente, en el segundo piso de un edificio de 1951. Traté de caminar pero el movimiento del piso me lo impedía. El asfalto era gelatina. Resultaba incluso difícil mantener cierto equilibrio. Era como tratar de permanecer de pie sobre un vértigo. Buscar apoyo en los carros era inútil. Todo formaba parte del mismo vaivén. Arriba, las ramas de los árboles danzaban de manera desordenada. Hasta los segundos parecían cuartearse.

Llegué por primera vez a la capital de México a finales de 1995 y, desde ese momento, he ido cultivando una relación cada vez más cercana con esta ciudad diversa y fascinante. En los tiempos en que no he vivido aquí, siempre he permanecido suficientemente cerca. Ya tengo demasiados afectos hundidos en estas piedras que, a veces, parecen aguas. No hay en el planeta un lugar tan descomunal y a la vez tan frágil. Aquí, el único equilibro posible está en la gente.

El primer apartamento que renté estaba en la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma. Aunque había pasado una década, esa zona seguía cargando con la mala fama que le dejó el terremoto de 1985. Era un barrio sísmicamente muy inseguro. Ahí, también, viví mi primer temblor chilango. Y a lo largo de todos estos años, he ido sumando temblores y alarmas. Pero nunca nada fue como lo que ocurrió este 19 de septiembre. En mi memoria, solo se mueve de la misma manera la noche del 29 de julio de 1967.

Sucedió en Caracas. Yo tenía siete años y mi familia acababa de mudarse a un edificio en la avenida Rómulo Gallegos. Era de noche y estábamos cenando. De repente, los platos comenzaron a moverse sobre la mesa. Recuerdo el susto, el brinco de los cubiertos sobre el mantel, los chillidos, la oscuridad completa. Mi padre gritó más fuerte que todos y nos obligó a colocarnos debajo de una viga. Mi madre buscó mi hermana menor, que apenas tenía un año y estaba dormida en un cuarto. Después, los seis bajamos por las escaleras. Todavía recuerdo con frío ese descenso. Todo a oscuras. Todo lleno de alaridos y llanto. Había grietas en las paredes, faltaban escalones. Una mujer dejó un zapato olvidado en el tercer piso. La calle era una locura. Pero estaba firme. No recuerdo si nos pusimos a llorar.

No pudimos regresar a nuestra edificio y pasamos un año viviendo en el kínder de un colegio donde mi papá daba clases. En algunos sábado de mi infancia, veo todavía a unas monjas jugando volibol en un patio desierto. (Quizás por eso –como señala un amigo- me entusiasma tanto la serie “The Young Pope”). Recordé todo esto de golpe esta semana, mientras trataba de permanecer en pie en el estacionamiento, durante esa fugaz eternidad que llamamos terremoto. Cuando por fin la tierra se detuvo, una señora que estaba a mi lado, me miró aterrada: “¿Ya?”, musitó. Suplicante. Esa mínima palabra abarcó toda la dimensión de nuestro miedo, de nuestra vulnerabilidad: ¿ya estamos otra vez vivos?

Los mexicanos cultivan una virtud sorprendente y envidiable: la solidaridad instantánea. La solidaridad que no pregunta, que no espera que la llamen, que no pide permisos. Antes aun que las autoridades o que los medios de comunicación, los ciudadanos ya estaban ahí, en la zona de desastre, activados, sabiendo cómo reaccionar, dispuestos a hacer todo lo necesario. Con insólita rapidez, una gran mayoría de ciudadanos comenzaron a colaborar en las labores de rescate y apoyo a las víctimas de lo ocurrido. Se multiplicaron los voluntarios, se crearon centros de acopio, se establecieron prioridades y se canalizaron informaciones y esfuerzos, todo el mundo buscó cómo podía ayudar. Para decirlo en códigos de canción ranchera, se trata de una sentimentalidad que también sabe ser eficiente. Lo ocurrido esta semana demuestra que no hay nada más eficaz que el amor.

Porque, finalmente, en el contexto de las arduas labores de rescate, siempre se llega a punto donde la tecnología o las herramientas son inútiles, donde ya no sirven los teléfonos celulares ni los instrumentos térmicos, donde ni siquiera se puede escavar con un pico o una pala…Es el punto donde la experiencia más humana y más básica es la única que puede hacer algo. Es el rescatista delgado que se cuela por una grieta, que se arrastra por un túnel. Es el rescatista que, en medio de los escombros, levanta su puño cerrado y establece una seña que se va repitiendo como una ola. “¡Silencio total!”, grita de pronto una voz. Y se hace el silencio. Un silencio que llega a los animadores de turno en la televisión, que se prolonga incluso hasta los televidentes. Un silencio total en una de las ciudades más grande del mundo. Un silencio que se ha vuelto esperanza, que busca del otro lado de las ruinas una voz, un golpe tenue, una vida.

En muy pocos días, México nos enseña que la memoria de la tragedia puede ser una poderosa fuerza de salvación. Así como se puede temblar de miedo y de dolor, también se puede temblar de emoción, de solidaridad y de futuro.

 

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