Homicidio a sangre fría. Eso concluye el riguroso estudio de la gendarmería argentina. Lo mataron. Lo golpearon para someterlo, lo drogaron y luego lo asesinaron. Y después alteraron toda la escena del horroroso crimen. Para borrar sus huellas. Para despistar a los investigadores y complicar el trabajo de los cuerpos forenses.
Los últimos minutos de la vida de Nisman debieron ser espantosos. Solo. Recibiendo golpes. Obligado a tragarse Ketamina. Sabiendo que estaba condenado a muerte. Su mente debió ser un enjambre de pensamientos y recuerdos. De miedos, angustia y desesperación. De rabia infinita. De profunda tristeza. Entendiendo que su destino estaba escrito. Que nada lo salvaría. Que sus ejecutores, con un poco de suerte, le darían un tiro de muerte. Uno solo. Que no lo torturarían. ¿Le habrán hablado? ¿O acaso todo ocurrió en silencio, como anticipando lo callado del sepulcro en el que su cuerpo iría a parar?
¿Qué hay en la mente de los asesinos? De los homicidas físicos y también de los autores intelectuales. ¿La misma burda ambición? ¿El hedonismo del poderoso? ¿La prepotencia del salvaje? ¿Acaso duermen cada noche como lirones o el miedo de ser descubiertos los atormenta con insomnio que pastilla alguna alivia? No creo que tengan ni una pizca de arrepentimiento. O de vergüenza. No tienen alma. Ni ética. Ni moral. No son “seres humanos”. No merecen ni lastima ni comprensión. Y menos perdón. Sobre ellos debe caer todo “el peso de la ley”. Y el repudio nacional e internacional. Y la mayor pena posible. No los dejen salirse con la suya. No dejen que los argentinos deban de cargar eternamente con este horror y que Nisman repatee su tumba.