La soledad del proyeccionista – Sergio Dahbar

Por: Sergio Dahbar

Durante años trabajé en la parroquia Santa Rosalía, en Caracas, entre las esquinas de Puente Nuevo a Puerto Escondido, en una orilla del downtown capitalino. Ahí tenía sus oficinas la vieja redacción del periódico El Nacional.

Al lado se alzaba el legendario Cine Urdaneta, que escondía en sus entrañas una operación financiera impecable. Con la exhibición de películas pornos se sostenía la existencia intelectual de sus propietarios, quienes acostumbran en la más estricta intimidad a revisar una y otra vez las imágenes del film El acorazado Potenkim, del cineasta ruso Sergei Eisenstein. “Carne financia arte’’, dirían los entendidos.

Un día escuché en una panadería cercana a varios muchachos que conversaban con un señor mayor, al que hacían bromas con las películas del cine Urdaneta. Pensé que era uno de sus espectadores fanáticos, que se colgaban de las butacas a presenciar acrobacias. Pero resultó ser el proyeccionista.

No lo dejé escapar, sin que me dejara conocer la sala de proyección. Nunca antes había entrado a ese templo. Lo impresionante fue descubrir que aquel caballero, sencillo, taciturno, discreto, era un predicador de los Testigos de Jehová. Su lugar de trabajo era austero y amplio.

No entendía cómo un hombre que deseaba restituir el cristianismo primitivo podía trabajar en un negocio tan impuro, donde cuerpos corruptos se entregaban a la gozadera loca sin el menor recato. Me explicó que no veía las películas. No le interesaban. Era un operador mecánico que estaba más pendiente de una matica en el balcón de la sala de proyecciones que de las obras exhibidas.

Ese proyeccionista de películas en 35 milímetros está desapareciendo en todo el mundo. Nada más en Venezuela, donde la recesión económica ha retrasado muchas actualizaciones tecnológicas, 95 por ciento de las 400 salas de cine existentes han pasado de analógicas a digitales, según datos de la Asociación Venezolana de Exhibidores de Películas.

Muy a pesar de lo que piensen directores como Quentin Tarantino, Christopher Nolan y Paul Thomas Anderson, por citar tres casos notables de defensores del sistema analógico de exhibición de cine en 35 milímetros.

Como quedó claro en CinemaCom 2017 (Las Vegas), la Asociación Nacional de Dueños de Salas de Cine de Estados Unidos, confirmó que 100 por ciento de los teatros serán digitales este fin de año. Sin duda, esta es la segunda revolución del mundo audiovisual (la primera fue en 1927, con el sonido).

Lo curioso es que mientras esta ola avanza de manera indetenible, se producen eventos como Overnight Film Festival, en Londres, donde invitan a curadores a presentar películas independientes de alto valor en 35 y 70 milímetros, con salas repletas de público.

Pero este tipo de fenómeno no retrasará la muerte del cine como se veía en el pasado. Está condenado. Y esa condena pesa sobre los proyeccionistas de cine que aún resisten en pueblos perdidos, como aquel que hacía feliz a los amigos que se acercaban a Cinema Paradiso, en la Italia de posguerra.

Hoy, que tantas costumbres y buenos hábitos desaparecen, tiene sentido dedicarle esta nota a los viejos proyeccionistas de cine que hicieron feliz nuestra infancia. Y la de millones de espectadores en todo el planeta.

Si Salvador Garmendia estuviera vivo, me volvería a contar sus recuerdos de la sala de cine de Barquisimeto donde se nutrió su imaginación y parte de su literatura.

Una sala demasiado grande para sus recuerdos y quizás pequeña en la vida real, donde un borracho guaro nunca dejaba de hablar con la pantalla, tratando de advertirles a los vaqueros que se cuidaran de los indios que venían quitarles la piel con unos cuchillos de carniceros.

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