País natal – Fernando Rodríguez

 

Por: Fernando Rodríguez

 

Si algo se puede encontrar en las milenarias y muy diversas definiciones de ética es la de incluir el bienestar del prójimo como objetivo de nuestras intenciones y acciones. Bajo ese rasgo, así pueda haber muchos disímiles, se puede incluir en esta la política, la búsqueda del bien común. Baste esta simpleza a nuestros limitados fines.

El primero de ellos es asentar que comportarse éticamente implica desde la acción que beneficia a alguno de nuestros semejantes, dar de comer al hambriento, hasta aquellas que buscan el bienestar de muchos, que coman todos o al menos muchos de los hambrientos. Y esto último es lo que podemos llamar política. De manera que ser moralmente justo implica complicarse la vida con la política, con el destino final y las vicisitudes temporales de la especie. Lo cual ya no es poca cosa en la sociedad del individualismo, el dinero rey y el consumo. Mire a su alrededor y palpará el dilema, aun hoy en que estamos todos en el berenjenal en que estamos. Cuando cesa de llover, ni se diga. Traumas del viejo animal político del milenario Aristóteles. Un serio primer capítulo para los muchos matices del liberalismo, mitigar el egotismo en la lucha contra la desigualdad, por lo visto la nueva manera de nombrar el progresismo, auténtico o retórico.

Desde muy antiguo, los griegos diferenciaban la relación con nuestros semejantes cercanos y amados y aquellos lejanos por detestados o desconocidos. A lo sumo, por esa especie ignorada se podía tener un vago y abstracto sentimiento afectivo. El cristianismo complicó mucho las cosas con aquel mandato hermético como pocos, ama a tu prójimo (lejano o cercano) como a ti mismo. Se puede polemizar sin límites sobre lo que eso quiere decir y lo que nos ordena. Algunos, incluso, piensan que es un esperpento demagógico; otros, la más sublime expresión del mensaje de Cristo, consustancial a su sacrificio en la cruz. Sigamos.

Sean lo que fuesen los laberintos conceptuales anteriores, una afirmación poco discutible es que si bien nuestra acción política puede conectarse con la humanidad en su conjunto, su posibilidad de influenciar realmente la vida de los semejantes es el país en que vivimos y donde somos considerados ciudadanos, valga decir, actores con deberes y derechos. No quiero dejar pasar lo primero, importante en un mundo globalizado, unificado y que, como dice Norberto Bobbio, por primera vez en su historia es consciente de problemas que atañen a la especie toda, como el peligro nuclear o la amenaza ecológica. Pero actores principales somos, por cosmopolita que nos pretendamos, de este pedazo de la Tierra que llamamos Venezuela y de esta breve hora suya. Mientras la geopolítica sea lo que es.

Y si hacer política es optar racionalmente por las que creemos la mejores vías para el bien común, pues, todo lo demás sobra, quiero decir, todo eso que los populistas y nacionalistas llaman demagógicamente patria. Por ejemplo, indios míticos, próceres impolutos, himnos y otras banderas, fuerzas armadas (instrumentos para matar seres humanos, con buenas o malas razones), orgullo patriotero, Etc. (con mayúscula). En fin, lo que se ha llamado religión nacional y que tiene su podrido esqueleto en el concepto de identidad, algo que tenemos todos y siempre dentro que nos hace hijos de Bolívar (hasta los narcos y corruptos), o gloriosas eternamente a las Fuerzas Armadas a pesar de haber acabado y saqueado varias veces el país, o considerar una joya espiritual cualquier espantoso galerón. No, nosotros somos lo que está en la cédula y las circunstancias sociales que nos conforman y diferencian y las cuales debemos enfrentar libremente (o no). Lo demás es, hasta que quepan, para la escuela primaria y los cuarteles.

Por supuesto que tenemos nuestros apegos. Y también nuestros vínculos con este país al norte de Suramérica tienen que ver con los huesos de los amados que partieron, la infancia, los amores felices y malditos, el Ávila o el lago, el pabellón con baranda (y la comida china), la poesía de Montejo y otro bojote de vainas. Gustos y costumbres que vamos arrastrando y también desechando. Lo otro es populismo y no pocas veces fascismo puro.

 

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