El calvo y el de las dos pelucas – Elías Pino Iturrieta

Por: Elías Pino Iturrieta

El domingo en la tarde escuchamos dos declaraciones dignas de atención. Aunque ya estaba cantado, se esperaba el anuncio de la autoridad electoral, por si se daba el caso fortuito de un contacto con la realidad que la reflejara en toda su magnitud. De esperanzas también se mantiene uno en medio de la arena movediza. De allí que estuviéramos pendientes de la señora Tibisay, por si pudiera suceder un vuelco en su conciencia y en sus compromisos con el jefe. Quizá pudiera ella entender, anhelamos desde nuestra ingenuidad, que el sol no se puede tapar con un dedo. Fue así como nos sentamos a esperar frente a las pantallas de unas empresas de televisión que habían disfrutado una nueva jornada de colosal holganza, pero que tal vez, y también de pronto, fuesen movidas por el aguijón de la diligencia. Pero las palabras del capitán Cabello y del general Padrino, prólogo de lo que ella diría, fueron suficientes para probar la precariedad de las esperanzas que puede abrigar un ciudadano medio inocente y completamente tonto.

Dentro de la cantidad de descripciones y de supuestos análisis del entorno presentadas por el capitán Cabello, una solo bastó, en mi caso, para topar con la tergiversación de la realidad y con el tamaño de las patrañas que iba a desembuchar antes de que la dama del CNE nos abrumara con sus números triunfales. El capitán no tenía pinta de celebración, pero caras vemos, corazones no sabemos. La posibilidad de calcular la medida de la verdad de lo que pudiera comunicar dependía de lo que dijera, desde luego, y hete aquí que lo soltó sin que pudiera dejarnos siquiera una mínima cavilación en torno a lo que nos venía. Me refiero a su explicación de la resistencia de los Andes ante las conminaciones de la dictadura, frente a cuya excepcional bravura hemos quedado admirados desde las semanas anteriores. Para el capitán, una de las demostraciones más cabales de cómo el pueblo apoya a la “revolución” hasta jugarse la vida por ella, fue la heroica forma que buscaron los tachirenses y los merideños para cumplir con el sagrado deber. Pese a las dificultades puestas por la derecha, se atrevió a asegurar, los valientes pueblos de la montaña se sacrificaron para que la constituyente fuera un testimonio incontrovertible del vínculo que existe entre la sociedad y Nicolás Maduro. Pasaron ríos y quebradas, superaron riscos y páramos, caminos sin trillar, barricadas y barreras descomunales para apoyar el milagro de la salvación oficialista, afirmó sin siquiera parpadear. Una posibilidad así de grosera de cambiar los hechos evidentes y ejemplares de una parte de la sociedad se ha visto pocas veces entre nosotros. Cuando se fragua sin pudor una versión de la vida que solo puede salir de la ceguera y de la necesidad de mentir, lo que dijera después la señora Lucena encontraría asiento en la fábula montañesa que le servía de prefacio.

El general Padrino fue menos rural en la intervención que también precedió a la de la señora, porque no recurrió al soporte de las geografías lugareñas para cumplir la obligación de telonero. Sin embargo, lo que afirmó también fue especialmente escandaloso. En especial, por el tono mitinesco que le está vedado por la Constitución y por los hábitos republicanos. Una impostación como la de su arenga no se había visto jamás en los anales de la nacionalidad. Una demostración de proselitismo político no salía de la lengua del ministro de la Defensa desde cuando sus antecesores, igualmente complacientes pero silenciosos, fueron ministros de Guerra y Marina. Llegó al extremo de aleccionar a los estudiantes en el tono de los padres severos que no admiten respuesta, no en balde aseguró que actuaban “por deporte” o porque estaban mal aconsejados. Esa paternidad anacrónica, ese patriarcado que huele a gomero y a tiempo muerto, ese rol que no le corresponde y que nadie le ha pedido, no solo le daba pie a la cantante estelar para que después se sintiera guapa y apoyada, sino que demostraba también el desprecio hacia una nueva generación de venezolanos que es ejemplo de la nacionalidad, un tono de superioridad y de magisterio inaccesible que ni siquiera se atrevieron a exhibir en su momento los héroes de Carabobo.

La señora Lucena no tenía necesidad de hablar. Ya el capitán y el general le habían hecho el mandado. Uno, de lo más terruñero y telúrico. El otro, desde una inaccesible paternidad que no se veía desde los tiempos de Juan Araujo, León de la Cordillera, aunque no asentara su mitin en el paisaje de las montañas sino en el evangelio del PSUV. Los vi cuando las televisoras sintieron ganas de trabajar. Fue así como mi candor y mi perplejidad se estacionaron en el limbo. No sé las de ustedes, amigos lectores.

 

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