Por: Asdrúbal Aguiar
Afirmar que las dictaduras terminan a través del voto implica yuxtaponer conceptos que se excluyen, aparte de que carece de sustento histórico ese postulado. Lo que no significa que en la lucha contra ellas la opción sean las armas, o dejar que se cocinen en su propia salsa hasta la extinción.
En Venezuela, la finalización de la larga dictadura del general Juan Vicente Gómez con la caída del gobierno de Isaías Medina Angarita, sucesor de Eleazar López Contreras, quien a su vez sucede a ese “padre bueno y fuerte” que llamaran El Bagre, ha lugar con el golpe cívico-militar del 18 de octubre de 1945. Sólo de seguidas, después de una transición que conduce Rómulo Betancourt, logra el país su primer ejercicio del voto universal, directo y secreto.
El decenio militar de Marcos Pérez Jiménez, cuya constituyente de 1952 arrastra hasta su mesa a algunos opositores coludidos, más allá de las protestas cívicas o huelgas habidas como de la célebre carta del arzobispo de Caracas, al término concluye cuando se dividen las Fuerzas Armadas y se forma una Junta de Gobierno, presidida, sucesivamente, por el Contralmirante Wolfgang Larrazábal y el académico Edgar Sanabria. Y es ésta la que organiza las elecciones de 1959 en las que vence el mismo Betancourt y que inauguran la democracia civil que concluye en 1999.
Despacho, sin más, la experiencia nicaragüense, a la que fui cercano como vicepresidente del Comité del SELA para la Reconstrucción Nacional en 1979. No termina su dictadura con votos sino mediante la renuncia del dictador Anastasio Somoza quien provoca una guerra civil con 30.000 muertos animada por la represión de su Guardia Nacional. La OEA – que arguye categórica que nadie puede tremolar la soberanía para ocultar violaciones a la dignidad humana – y Estados Unidos la hacen posible. Somoza se va una vez como le ofrecen las garantías de su asilo. Lo demás es historia.
La dictadura represora del general Jorge Videla (1976-1981) en Argentina, sucedido por sus compañeros de armas Viola y Lacoste (1981), Galtieri y Saint Jean (1981-1982), finaliza cuando el gobierno de transición del general Reynaldo Bignone toma posesión y convoca elecciones, en las que vence Raúl Alfonsín, bajo cuyo gobierno se restablece la democracia civil.
La larga dictadura del general Augusto Pinochet en Chile, entre 1973 y 1990, encuentra su límite una vez como la junta militar favorece la aprobación de la Constitución de 1980, que fija elecciones presidenciales pasados los 8 años siguientes. Y realizado en su defecto un plebiscito, en el que gana la oposición, son los militares quienes obligan al dictador a reconocerlo. Se abre, así, un camino para las reformas constitucionales y el proceso electoral que, en 1990, permite el regreso a la democracia civil bajo Patricio Aylwin.
Ocurre, efectivamente, ese otro proceso de transición previo y paulatino, que mantiene a Pinochet como jefe del Ejército y he aquí el detalle: Las negociaciones que al efecto se realizan y tienen éxito, son las que se dan entre opositores y la sociedad con mediación de la Iglesia, para crear una conciencia de transición hacia la democracia en el pueblo chileno; no las de éstos con el régimen, igualmente facilitadas por el arzobispo de Santiago y que fracasan estruendosamente.
Doy testimonio, por vez primera, del empeño que ya late dentro de la junta militar para preparar el camino hacia la democracia, desde 1980. De allí el proceso de referéndum aprobatorio de la constitución que tiene lugar. El general Fernando Matthei, entonces me manifiesta – era yo jefe de la misión diplomática venezolana – su disposición de ayudar en la apertura y me pide hablar con el fallecido ex presidente Frei. Pero media una condición: no devolverle el poder a los responsables de la tragedia política y humanitaria que da lugar al golpe contra el gobierno de Salvador Allende.
La dictadura de Pinochet, luego jefe militar durante la transición, se agota, por consiguiente, como resultado del indicado estado de conciencia nacional democratizadora cuya construcción paciente asume la oposición y es el objetivo de su concertación. La dictadura y su vocación represora quedan aisladas de la realidad, se queda sola.
Dos enseñanzas, a la sazón, deja el proceso chileno en su ejemplaridad. Una, la inteligencia de la oposición para sortear su dilema frente a los tres caminos planteados: los dos mencionados, las armas o resignarse hasta que se canse el dictador, o escoger, como lo hace, la exigente tarea de crear una opinión sostenida, arrolladora y favorable a la libertad que contaminase a los propios miembros del régimen. Otra es que los dictadores se van cuando se quedan solos, según lo dicho, y no logran acallar esa fuerza contaminante de la experiencia democrática, concretada en tareas y debates sobre la transición, de dibujo junto al país del país que todos esperan construir superada la etapa de desgracias y oscurantismo.
Aún resuenan en mis oídos las palabras que escucho de labios del fallecido presidente Aylwin, antes de serlo y al día siguiente del referéndum de 1980, cuando le visito: “Practico a diario la democracia no para convencer de sus bondades al dictador, sino para que no se me olvide que soy un demócrata cabal”.