Publicado en El País de Madrid
Por: Juan Cruz
La posguerra española, miseria, caciquismo, prisión, paro y hambre, empujó a la emigración; en Canarias, a la emigración venezolana. Los hombres buscaban la carta de llamada y se iban de madrugada, en patera o en barco, clandestinamente, o con esos papeles que se guardaban como el oro en las gavetas de las cómodas vacías. Delante, al final del viaje, había la quimera. A unos les fue bien, no volvieron; a otros les fue mal, los vi volver, como si los precediera un fracaso inesperado. Se quedaban las mujeres, los hijos. Aquellas mujeres, como de luto, venían a casa, me dictaban sus cartas para explicarles a los hombres qué pasaba aquí, qué había en su ausencia.
Ellas dictaban palabra a palabra, como un testamento; explicaban la tragedia de vivir. Todas las cartas empezaban con la misma fórmula: “Querido marido, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aquí bien, gracias a Dios”. Los párrafos que seguían eran la crónica de la miseria. Las carencias, las enfermedades, las muertes. Aquel adolescente tomaba nota de ese estremecimiento doméstico; luego les leía el contenido, ellas quedaban conforme y debajo de mis letras hacían un garabato que garantizaba la autoría. Eso que se decía allí lo había escrito la mujer, pero con otras manos.
Era la España oscura marcada a fuego por la guerra que se vivió lejos, pero cuya metralla moral llegó a la isla, a los barrios de la isla, con la impronta salvaje que a unos los llevó a emigrar y a otras a contar desde aquí la memoria diaria de la escasez. Un día llegó a casa uno de aquellos emigrantes. Era mi tío Tomás, manejaba un camión de Leche Carabobo, en Colinas de Bello Monte, una de las direcciones que yo ponía en los sobres aéreos de aquellas cartas tristes. Miró adentro de la cocina, petróleo, oscuridad; al día siguiente hizo que llegara una cocina de gas, era una novedad tal en el barrio que había que aprender para darle fuego. A las otras casas empezó a serles Venezuela igual de propicia, y se alivió aquel tiempo de estupor y de estraperlo. En una casa de El Hierro vi, algunos años después, una casa alta y estrecha construida por emigrados; decía en el frontis, escrito para siempre: “Gracias, Venezuela”. Una mañana vino el cartero con el primer libro que hubo en casa, desde Caracas, con la dirección de Colegial Bolivariana, Puente Yanes a Tracabordo. Gustavito tenía un centavito. El dinero venía por otras vías; fue Venezuela la que aligeró la sensación apabullante y triste que producía la miseria de los barrios desde donde se escribían aquellas cartas. “Por aquí todos bien, gracias a Dios”.
Ahora las cartas son al revés. Venezuela es, entre otros, un dolor que padece España, y en este caso es imposible no sentir aquella tragedia como se vivió aquí la que se contaba en aquellas cartas. Enfermedad, medicina, miseria, muerte. La voz de mando político que aquí ordena que no se hable de Venezuela siempre me lleva a escuchar la voz de aquellas mujeres contando la tragedia más oscura de nuestro tiempo.
“Por aquí todos bien, gracias a Dios”. No, así no acababan las cartas. Y desde Venezuela tampoco pueden acabar ahora las cartas así. Aunque quieren silenciar Venezuela, como si no fuera nuestra, nadie nos podrá quitar el dolor de Venezuela, ni la solidaridad que desata su miseria ahora entre los que somos de allí al menos por carta.