Contra la violencia – Carlos Raúl Hernández

Por: Carlos Raúl Hernández

A Gustavo Linares Benzo

Toda Historia es un estudio del presente. Por una insólita y poética casualidad, el Muro de Berlín cae en 1989 demolido por cientos de miles de seres ahogados por la crueldad del socialismo, exactamente a 200 años de la revolución francesa en 1789, excusa perfecta para especular que el stalinismo no lo creó Koba, el georgiano de ojos inquietantes, sino Maximilien Robespierre. Una oleada de marxistas contritos que se esforzaban por convencernos de que habían marcado distancia a tiempo con la ahora peste comunista, devienen un tsunami mundial. La lucidez de nuestras élites la confirma que el socialismo del siglo XXI comienza en Venezuela diez años después de caído el Muro. Pero pese a todo, desde 1789 hasta hoy deambula la violencia revolucionaria en sus tres versiones esenciales y los que la fomentan terminan víctimas.

Una versión es la que llama Walter Benjamín violencia divina, que inspiró miles de poemas, películas y novelas. Es herencia de Rousseau en nuestra cultura rendir culto a las masas, “al pueblo”, a la pureza y bondad de sus actos. André Gorz habla de la tendencia en los intelectuales y políticos a “besarle el trasero y no la rectitud” y a glorificar el caos que surge cuando desborda los muros de contención institucionales. La toma de la Bastilla en la que descabezan a los pobres centinelas, el saqueo del Palacio de Versalles por las pescaderas que casi destazan a María Antonieta, mientras sus maridos apuñalaban a diestra y siniestra; o los sucesos del 27 y 28 de febrero en Venezuela, en los que las élites vieron un acto de justicia social, ya que los verdaderos culpables no eran los que saqueaban y violaban en las calles, sino las víctimas que se quedaron en sus casas aterradas.

Violencia de Dios
Benjamín sublima esos desmanes igual que hicieron y hacen aquí. Reciben vítores unos atorrantes que rompen el parabrisas de un vecino que no quiere quedarse en la tranca, y delincuentes con capucha en medio de una manifestación, que luego destruyen un bien público o asaltan transeúntes. Los perciben como encarnación de entidades trascendentes, la Justicia, el Pueblo, la Libertad, el Espíritu Absoluto, el Coraje, son violencia divina, y sus actos, sagrados, el buen salvaje en acción. Robespierre decía que “los pueblos no juzgan como los tribunales, no elaboran sentencias, sino que lanzan rayos…”. Y continúa: “la Verdad tiene indiscutiblemente su cólera, su propio despotismo… acentos terribles que resuenan en los corazones puros… ¡(atrévanse a) acusar al pueblo que la desea y la ama!”. ¡Que nos parta el parabrisas, entonces, el rayo de la justicia!

Fiat iustitia pereat mundus, que se haga justicia aunque se destruya el mundo, pero no es justicia sino venganza, y la experiencia indica que ese es camino de la destrucción. Benjamín acuña otro concepto útil: la violencia constituyente, necesaria para echar los fundamentos de la revolución. El terror es sublime porque es necesario para imponer el bien, y todo lo que se haga por eso es justo. En la plenitud revolucionaria, el discurso del futuro, la esperanza y la lucha contra el mal, se puede, pero sobre todo se debe,  -estamos obligados éticamente- a justificar la violación de derechos y el uso indiscriminado de la furia. Luego Benjamín se suicidará víctima de la violencia que veneraba. Cuando se derrumba el mito y regresa la dura realidad del fracaso eterno de la revolución, solo quedan políticos desesperados que dan su alma por no terminar como Mussolini, e intelectuales confundidos y turbados.

Violencia buena, violencia mala
Robespierre en la cima de su poder decía “castigar a los opresores de la humanidad es clemencia, perdonarlos barbarie… el rigor del gobierno revolucionario es su benevolencia”. Pero la glorificación del asesinato, las cárceles espeluznantes, la tortura, la violación como método para consagrar la virtud, llega a su máximo escalafón con el libro Humanismo y Terror de Maurice Merleau-Ponty, el asistente de Sartre que realiza la más interesante y densa argumentación del stalinismo que conozco. “…La discusión no es sobre si se acepta o se rechaza la violencia, sino si la violencia… es progresista”. No es buena o mala en sí misma, sino depende quien la ejerza y para qué. El terrorismo de Estado, el Gulag stalinista, la Cabaña de Guevara y Castro, más que justas son sublimes porque sirven para construir el hombre nuevo. Se presupuestaban las víctimas, porque la lucha las exigía y eran un costo más de producción.

Según el autor, en conversaciones privadas y entre vodkas, los funcionarios stalinistas y líderes del partido reconocían que una alta proporción de los prisioneros y muertos en las persecuciones internas eran inocentes, comunistas sin mancha, pero “el partido necesitaba sangre para fortalecer su unidad”. En el futuro, cuando el socialismo estuviera implantado y sólido y ya no se temiera más por su estabilidad, vendría el momento de luz en el que se reconocería el aporte y la inocencia de todos los caídos injustamente. El régimen, desde la atalaya que le da encarnar la revolución, es el juez máximo y tiene que castigar a veces a personas decentes que actúan de buena fe, pero su acción es objetivamente criminal al favorecer a la burguesía. Por eso Lacan escribió no sin sarcasmo, que la de los comunistas era una ética del juicio final.

 

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