Lenguaje y objetividad – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

Pensar que el uso complejo del lenguaje es un intento vano y sin sentido, una mera pose intelectual, un querer complicar inútilmente las cosas “sin necesidad”, mientras que lo auténticamente correcto, lo natural, consistiría en escribir “fácil” y “sencillo” –¡tal como lo hicieran Shakespeare o Cervantes!–, oculta la presencia de una predeterminada –tácita o sobreentendida, aunque probablemente inconsciente– weltanschauung. Si los caminos de Dios son, como dicen las Escrituras, inescrutables, últimamente los del entendimiento abstracto se han vuelto, cuando menos, insondables, y se esparcen como venenosos gérmenes por el torrente de la razón pensante, hasta que llegue el momento crucial: el de provocar su completa esclerosis. No obstante ello, conviene insistir en el hecho de que la simplicidad y “el orden” que el entendimiento habitúa “poner” sobre la objetividad de las cosas no pertenece a las cosas: es un “orden” impuesto.

Clara et distincta perceptio. No hay ninguna necesidad de acudir a esos rebuscados y estrafalarios lenguajes –¿ropajes?– filosóficos domingueros, tan poco humildes, tan sordos, con tan pocos deseos de querer comunicarse “efectivamente” con el común de los mortales. Se exhorta, con ello, a “reflejar las vidas de las gentes de calle”, a poner “en prosa y poesía los quehaceres y andanzas de las personas”, tal como lo hicieran los grandes escritores de todos los tiempos. La lengua ni debe ser turbia ni complicada. Por el contrario, debe ser simple y sencilla, muy a pesar de quienes no logran comprender que “cualquiera escribe difícil”. Esta es, más o menos, la opinión de quienes –con una pequeña ayuda del amigo Descartes– centran la importancia del arte del lenguaje, representado como un instrumento de comunicación eficaz, en la sencillez de la palabra. Después de todo, los niños aprenden a leer conociendo y memorizando las vocales y el abecedario, que vendrían a ser lo más sencillo, lo más simple, dentro del cosmos infinito del lenguaje, al cual solo se le exige modesta transparencia.

¿Cómo se puede interpretar la complejidad de una crisis orgánica de la sociedad asistidos por el uso de un lenguaje simple, carente de toda complejidad? ¿Qué diría García Márquez de “rabo ‘e cochino’ y sus herederos? Quizá convenga preguntarse si el lenguaje sea algo más que un instrumento, una herramienta o un método. De hecho, no es –y no puede ser– tan solo una simple herramienta para los efectos de la comunicación, toda vez que es el nombre de la cosa y, en consecuencia, la cosa misma nombrada. Así, lo que es “mentado” es aquello que ha sido asimilado por la mente. Lo “maldito” es aquello que se dice mal, que está mal-dicho, lo male-detto. En los diálogos socráticos abunda la expresión “dices bella, buena y verdaderamente”, porque decir algo de un modo adecuado quiere decir que comporta belleza, bondad y verdad. Quiere decir que se le ha dado mente al ser. El lenguaje es, en consecuencia, la más fiel y nítida expresión de la realidad objetiva, y sin ella –despojado de sus determinaciones– la propia realidad se desvanece, se hace fatua e inconsistente, para dejar de ser lo que es. Por eso mismo, la riqueza o la pobreza presente en el lenguaje da cuenta de la riqueza o pobreza que puede llegar a tener el espíritu de un pueblo bajo ciertas circunstancias.

La aparente simpleza y sencillez de las vocales o del abecedario es el resultado de las mayores complejidades de la historia de la humanidad, de las luchas de Occidente por ser, pensar y decir según su Ethos, según sus propias ideas y valores. Al mentar –al tener en mente– el “abc”, no se pronuncian simples signos vaciados de contenido: se tiene en mente, precisamente, el resultado completo de toda la historia de la cultura occidental en su continua lucha por la libertad y contra la imposición de las autocracias de las civilizaciones orientales. El “abc” es, sin duda, el punto de partida para que un niño aprenda a leer y a escribir. Pero, retrospectivamente, para la cultura occidental, es el resultado concreto –el haber crecido con– de su historia de lucha por la razón y la libertad. El lenguaje es la más fina y compleja de las joyas talladas por ese orfebre que recibe el nombre de “el Espíritu del mundo”.

Transformado en mecánico instrumento, en salvaguarda de la simplicidad y la abstracción, el lenguaje es puesto como un vacío reflejo de lo real, como una forma sin contenido, una inversión reflexiva. Es, en suma, un otro puesto respecto de la realidad de verdad, que termina siendo otredad, escisión, desgarramiento. Es como un guardia nacional que no guarda –es decir, que no cuida– a la nación, como si lo que se dice en la expresión “guardia nacional” adoleciera por completo del objeto al que pretende re-presentar. De nuevo, una forma vaciada de contenido, para la cual la nación real, los hombres y mujeres que la guardia en cuestión ha jurado proteger, aparecen como sus enemigos, ya que ellos no son “la” nación, sino “hombres y mujeres”. Cuenta Hegel que un médico le recomendó a un paciente consumir fruta para poder salir de sus dolencias. Al llegar a casa, le sirvieron un plato con peras, manzanas y uvas; pero el paciente se negó a probarlas, porque el médico no le había recomendado peras, manzanas o uvas, sino solo “fruta”. Lo mismo sucede con una guardia nacional que no guarda de los estudiantes, los médicos, los periodistas, los profesores, etc., porque, a su juicio, ellos no son “la nación”.

El problema con el lenguaje, en el presente venezolano, no consiste en que haya cambiado. Por el contrario, el cambio continuo es propio del lenguaje, porque si el lenguaje es resultado de la historia concreta –o sea, que con-crece– no es posible pretender que, como la historia, no cambie. En realidad, cuando el lenguaje deja de coincidir con la realidad es porque se ha convertido en una nómina, en un simplísimo y sencillo manual de instrucciones que sirve para todo. Pero, como se sabe, lo que sirve para todo no sirve para nada. El haber elevado la cotidianidad –el día a día de las pasiones humanas– a lenguaje universal-concreto fue la labor de Dante, de Cervantes o de Shakespeare. Eso no hace que el lenguaje baje la complejidad del ser social y lo reduzca a la sencillez. Más bien, hace que la sencillez se eleve a la complejidad del ser social. “Por la boca muere el pez”, dice un adagio popular. Un lenguaje pobre, simple, abstracto es un lenguaje de sumo cuidado: pone de relieve –reguetón mediante– la preocupante pobreza espiritual que un país entero puede llegar a padecer.

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