La venezolanidad chavista – Elías Pino Iturrieta

Por: Elías Pino Iturrieta

Hace poco, Maduro afirmó que uno de los aportes fundamentales de Chávez fue la creación de una nueva venezolanidad. Como portavoz y encarnación de esa flamante sensibilidad, el dictador se ufanaba de todo lo que habíamos cambiado en términos de convivencia, gracias a la influencia del “comandante eterno”. Somos distintos gracias a Chávez, desembuchó sin vacilar. Debemos coincidir con la afirmación, pero para lamentarnos sin cortapisas por la mudanza. La sociedad aclimatada en el regazo de la “revolución” es distinta de la anterior, desde luego, pero sus novedades solo pueden provocar dolor. Lo que para Maduro es motivo de alegría, para nosotros conduce a la vergüenza y también al asco.

Los venezolanos somos distintos desde cuando Chávez se hizo del poder y buscó la manera de moldearnos con su influjo. De una ligera analogía puede juzgarse cómo nos conducimos de forma diversa frente a los desafíos del entorno, si recordamos lo que éramos como individuos y como expresiones de la sociedad en el pasado reciente. La conducta de hoy no se parece a la de ayer sino apenas un poco, y solo puede uno mantener un comportamiento fraguado en la vida antecedente porque, como por obra de un milagro, todavía permanecen los usos que nos enseñaron los antepasados. Esos usos permiten la comparación, especialmente entre quienes ya vamos para viejos y podemos calcular el valor de lo que se nos está yendo de las manos. De lo contrario, seríamos todos el producto redondo de una cohabitación escarnecida, de un vapuleo de las costumbres, de un declive que nos obliga a mirar los usos más estimables del último medio siglo como una cumbre remota e inaccesible.

El hecho de que nos atrevamos a reivindicar la venezolanidad del pasado significa que todavía existe, que no ha desaparecido del todo, pero corre el riesgo de convertirse en amable cadáver si continúa el imperio de la maldad, de la violencia desenfrenada, de la incivilidad y la grosería que forman parte de un pavoroso arrollamiento desde la llegada de los chavistas al poder. La tal venezolanidad impuesta por Chávez, que provoca los regocijos de Maduro, es la negación de un entendimiento civilizado y equilibrado de la vida que se fraguó a través del tiempo para formar un conglomerado al cual distinguieron las cualidades de un transcurrir pacífico y respetuoso, de la aceptación de unas reglas que invitaban a la moderación, de una manera de entender al prójimo que no significaba necesariamente ofensa ni aspereza.

La tal venezolanidad impuesta por Chávez se caracteriza por el imperio de la violencia, por la cercanía de la muerte, por los golpes de la arbitrariedad, por el predominio de la hostilidad, por el reino de la desconfianza y por la hegemonía de la desolación. No se trata de considerar el pasado como un paraíso acogedor en cuyo regazo todos éramos felices, como el pensil de las virtudes ciudadanas, porque también se las traía en materia de trasgresiones y de ataque a los principios básicos de la concordia ciudadana, pero cualquier comparación, por ligera que sea, habla bien del ayer y muy mal de la actualidad. Hemos caído en un abismo de atrocidad y grosería que no tiene parangón, o que pudiera encontrar relación con la postración posterior a las guerras civiles del siglo XIX que fuimos superando progresivamente hasta fundar maneras equilibradas de cohabitación.

Maduro es el prototipo de esa venezolanidad creada por Chávez que él ahora celebra: sin luces, sin interés por la construcción de un proyecto sensato de patria, sin una visión elevada de los propósitos colectivos, sin expresiones de urbanidad, productor de un vocabulario violento y permitidor de los desmanes de su equipo, es la encarnación de un entendimiento de la vida que continúa para escarnio generalizado. Por eso celebra, por eso se regocija, desgraciadamente. Pero mucho peor, por eso lo escogió Chávez, por eso lo dejó en el trono. Un individuo cuya vocación era destruir, cuyo empeño era el menoscabo de una congregación de personas que no era sino un escollo para su mandonería, una barrera para sus desmanes, quiso que lo sucediera un discípulo aventajado en el oficio de echar a la basura las reservas que resistían su brutal acometida.

epinoiturrieta@el-nacional.com

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