Un diálogo democrático auténtico no es transacción negociada ni decisión sobre coyunturas, partidos o individuos. Es, antes que todo, un debate abierto entre narrativas que no se dejan ahogar ni por el ruido de los estómagos ni por los gritos en las cárceles políticas de la infamia; sin que éstos dejen de ser, eso sí, alertas, testimonios, suertes de faros que iluminan cualquier propósito serio y honesto de rescate de la democracia. A menos que se imponga la mediocridad democrática o que no exista el propósito sincero en sus actores de cauterizar tales pústulas que, en el caso de Venezuela, ofenden a la dignidad, atentan contra toda vida decente y el sentido mismo de la libertad.
De allí que me atreva hurgar en lo sustantivo, lejos de los dolores de cabeza que a todos nos causa la dictadura primitiva y militarista de Nicolás Maduro; esa que a lo largo de 18 años hace trizas nuestra identidad nacional, que se forja a empujones es verdad, modelada unas veces con el cincel de las zancadillas y otras bajo armisticios civiles, o que se nutre de símbolos patrios que son fetiches pero que al cabo – es lo que importa – nos dan madurez y desarrollan un sentido de la solidaridad que hoy ha desaparecido.
El caso es que se vive, aquí y más allá de nuestros predios, una crisis abierta de la democracia constitucional. Así como en Colombia Santos realiza un referendo, que luego desconoce en la práctica, electo Trump lo deslegitiman los demócratas como inquilino de la Casa Blanca. Nada que decir del Ortega, quien en Nicaragua destituye diputados para afirmar su nepotismo tribal enmendando la Constitución, o que Maduro, en nombre de la constitucionalidad, pida de sus jueces enterrar a la soberanía popular.
Todo ello muestra, aguas abajo, en lo negativo, los porqués del manido desencanto general de la gente con la política y, lo que es peor, la irreverencia de los propios políticos con la democracia; y en lo positivo, mejor aún, trasunta el reclamo de la gente por una mejor calidad de la democracia, de la política, y sobre todo de los políticos.
La crisis o devaluación contemporánea de la democracia y sus instituciones, como lo creo, es lo que permite, por una parte, que algunos sectores intelectuales, desde inicios del presente siglo, hablen de “pos-democracia”: suerte de neopopulismo autoritario que se niega a la mediación institucional y se apalanca, para el ejercicio de la política, en el mesianismo y en lo mediático, léase en el narcisismo de los actores políticos, explotado a través de las redes digitales y la televisión. Es un mal de las izquierdas y las derechas de actualidad, estén en el gobierno, sean de la oposición.
De modo que, la primera constatación sobre la crisis de la democracia o de las exigencias que plantea la re-democratización de nuestras sociedades, y pienso en la nuestra, hecha añicos e invertebrada, es que ahora son éstas las que han de contener y justificar a la democracia y no a la inversa, como cuando se la apropian los gobiernos y los parlamentos, y hasta los jueces, que son sus meros garantes.
Resolver sobre lo anterior plantea, entonces, la necesidad de un diálogo nacional verdadero, como nos lo plantea en su reciente Declaración la Conferencia Episcopal venezolana, en línea distinta del diálogo de élites en el que se empeñan los emisarios vaticanos o los ex presidentes que oxigenan al parque jurásico del Socialismo del siglo XXI.
Por lo pronto cabe afincar un primer principio. La política es democrática o no es política, entendiendo por democracia aquella forma de sociedad que es expresión del espacio público, del estar con los otros, es “un proyecto colectivo nacido de los imaginarios sociales” dentro del llamado teatro de la democracia; en el que importan para su éxito el guion o la narrativa compartida, los actores apropiados que la representen, sobre todo la capacidad de éstos para integrar al público en la dinámica de la obra, pues de lo contrario ganaran abucheos.
Otro principio o enseñanza es que, a pesar de la crítica sobrevenida a la democracia liberal o formal, dada su insuficiencia para resolver las insatisfacciones muy variadas y exponenciales de legiones de ex ciudadanos insatisfechos, víctimas del efecto global de demostración, cabe rescatar los resultados de su crítica histórica al totalitarismo en el siglo XX. Éste, no lo olvidemos, es el producto de una elección, a saber, “reducir la radical pluralidad de perspectivas éticas, estéticas y políticas… a una única visión del mundo”.
El siguiente principio es que en democracia todo es discutible. Lo que no lo es no es democrático. Los paradigmas de la democracia – salvo el ancla de la dignidad de la persona humana y de su naturaleza, que ata al barco y le permite moverse dentro de ciertos límites – son todos debatibles. En cada período de la historia de la democracia aquéllos se han transformado al ritmo de las olas.
¿Cuál es la ruta, entonces, que no será corta y requiere de liderazgos más que de candidaturas?
Refundar los vínculos sociales; revitalizar la urdimbre de nuestra sociedad apelando a la ética de la solidaridad, tanto como buscar la unidad del pueblo en la memoria de sus raíces civiles; permitiéndole sostener su identidad en la diversidad necesaria, dentro de los bordes que permitan sostener el mínimo de coherencia social que demanda la gobernabilidad sin mengua del pluralismo que es esencia de la democracia.
Se trata, en fin, de hacer a nuestra gente y a los políticos invulnerables a la lógica de la supervivencia o al manejo de tácticas de salvataje, que derivan en dogmas de fe – el pecado del relativismo – para aquella y para éstos, y que, por lo mismo, no pocas veces los empuja hacia fórmulas de negociación y decisión en diálogos sin debate razonado, bastándoles los mendrugos para consolarse en la cotidianidad y en sus egoísmos de “pájaros bravos”.
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