Saló – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

La ignorancia es el semen de la violencia. No se trata de la abstracta distinción entre los instruidos y los que no lo son, diferenciación por demás maniquea, que abre una igualmente maniquea o abstracta división –en realidad, un profundo desgarramiento, una crisis orgánica– en el interior del ser social. Se trata de que una determinada sociedad puede llegar a tener una importante representación de técnicos y profesionales que, no obstante, pueden ser tanto o incluso más ignorantes que los no preparados dentro de los diferentes ciclos del sistema de instrucción formal establecido por dicha sociedad. La progresiva unidimensionalidad de los individuos, la cada vez más estrecha capacidad del intelligere, la impotente reducción del saber a tecné, su masificación y aplastamiento hasta el formato de bolsillo y la industria de “enlatados”, la igualdad populista, sin mérito alguno, por abajo, el grosero “igualismo” –tan certeramente advertido por José Ignacio Cabrujas en su momento–, son componentes esenciales para la irrupción de una creciente agresividad social que, tarde o temprano, termina en el Inferno, y particularmente en el círculo de la sangre. Es el tránsito que va desde la desinstitucionalización del Estado hasta las “misiones” y, de estas, a la consecuente institucionalización del “pranato”, el “bachaqueo” y la cartelización de toda la estructura estatal de un país.

Cuando eso sucede, cuando el analfabetismo funcional, la ausencia de formación cultural, el mínimo sentido de educación estética, de reconocimiento y compromiso, así como el aplastamiento de la diferencia, se han hecho realidad efectiva, norma y modo de vida del ser, entonces estalla necesariamente la agresión, la crueldad, el atropello, el ensañamiento, la brusquedad, en fin, el furor prepotente, siempre propiciado desde las “cúpulas podridas”. Durante esos períodos, el mal se difumina por todas partes, de arriba a abajo, de derecha a izquierda, para devenir cotidiana banalidad. La pérdida progresiva de la civilidad se va apoderando, como único principio supremo, de todo y de todos y se asiste a la gestación de la malandritud como modelo de vida o norma de ser. Ese es el más auténtico “legado” de las –llamadas por Vico– edades “heroicas” para los pueblos. Eso es Saló, condición de perversión que, en unos casos, puede llegar a durar ciento veinte días, pero, en otros, dieciocho años, e incluso más. Todo depende de las capacidades de maniobra de “El lado oscuro de la luna” o de la decidida voluntad de romper “La pared”.

Existe una relación objetivamente inescindible, mucho más interdependiente y biunívoca de lo que parece, del ser y del deber ser, de la “razón teórica” y de la “razón práctica”. No “entre” ambas sino “de” ambas, pues no se trata de un hueso y una piedra que son entre-lazados con una cuerda –según la pretensión del Genghis Khan de la filosofía–, sino de dos términos, en sentido estricto, recíprocamente correlativos: no existe lo uno sin lo otro, porque lo que define a cada uno no es cualquier otra cosa sino ese específico otro, su otro, “el otro de ese otro que es sí mismo”, tal como no existiría el polo norte sin el polo sur, pues lo que define a cada uno de ellos es, justamente, su otro término. Para decirlo con las palabras de un diligente –aunque hasta ahora ignorado– intérprete de Marx: el saber comporta una actividad productiva, es una construcción subjetiva, una continua y progresiva praxis: Verum et factum convertuntur. El hacer no es la condición previa del conocer: es conocimiento en acto, tanto como lo es la ignorancia respecto de la violencia. En suma, la verdad no es un algo dado sino un resultado, y, por eso mismo, se descubre haciéndola.

Cuando se institucionaliza, la ignorancia no es más inocente. Adorno afirmó que después de Auschwitz el mundo nunca volvería a ser el mismo y que nunca más se podría escribir poesía. Pero conviene agregar que, después de Saló, se produjo una viciosa –y repugnantemente viscosa– circularidad que insiste, como la mala prosa caliche de los pasquines, en la construcción de satrapías en manos de bufones, en las que la línea divisoria entre poder político y gansterismo se difumina y desvanece por completo. La llamada “República Socialista Italiana” de Saló se gestó después de la destitución y arresto de Benito Mussolini, en 1943. Desde que Hitler supo de ello, planificó la restitución de “Il Duce” en el poder, con el propósito de resguardar el poder político nazi en Italia. Hitler impuso a Mussolini como jefe del nuevo Estado fascista italiano, protegido por la Wehrmacht. Pero esta vez no pudo regresar a Roma y tuvo que conformarse con establecer el centro del poder en Saló, una pequeña provincia de Brescia, que muy pronto se transformaría en cruel ejemplo de humillación servil del resto de la humanidad. Las glorias del antiguo Imperio romano se hicieron cenizas. La Alemania nazi mantuvo un gobierno títere, con rostro de Mussolini. La satrapía cubana de hoy no es, pues, ninguna novedad.

Pier Paolo Passolini fue testigo de excepción de esa suerte de mixtura, compuesta de sumisión y crueldad, de los servicios de inteligencia –la policía política– y la fuerza armada nacional contra la población italiana. La película que produjo y dirigió muestra los horrores de esa “trilogía de la muerte”: los giros incesantes de una barbarie que no para, en su sueño de “eterno retorno”. El que se haya tomado tan escasa conciencia de esa experiencia pone de manifiesto el hecho de que la monstruosidad de la violencia lo ha penetrado todo. Un síntoma de que la posibilidad de su repetición persista. Y la barbarie persistirá mientras perduren, en lo esencial, las condiciones que hicieron posible su retorno. He ahí lo abominable de Saló: el haber arrastrado al ser social a lo inenarrable.

El compromiso de una nueva expresión de la educación tiene que trascender el mero análisis y arribar, desde él, hasta la síntesis. La nueva educación no puede no ser integral, porque ella tiene la tarea de poner fin al hecho de que, hasta el presente, la propia civilidad ha sido responsable de engendrar “el huevo de la serpiente”. Si la civilidad promueve de nuevo la instauración de la violencia en su seno, la lucha contra la ignorancia tiene que hacerse primordial. El espíritu tiene la obligación de reconfigurarse, de retarse a sí mismo. Y cabe recordarlo: el espíritu es, nada menos, que “un nosotros que es un yo y un yo que es un nosotros”.

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