Nunca como en estos tiempos había sido tan difícil ser venezolano. La cédula de identidad se ha vuelto una lámina opaca y ruinosa. Nuestra historia reciente nos ha confrontado severamente con nuestro gentilicio. De ser un mapa de ciudadanos ostentosos, alegres y altivos somos hoy un territorio por donde deambulan a sus anchas el hambre, la aflicción y la violencia. De ser los más simpáticos del continente somos los más ruidosos en la depresión. Estamos viviendo el desencanto de ser venezolanos en el siglo XXI. Y para muchos eso ha significado quemar las naves, bracear hacia el exilio, buscar otra orilla para reinventarse la vida. Los anfitriones de antes son los desterrados de hoy. Los huérfanos de patria.
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¿Pero dónde queda la patria? ¿Queda en Chacao, en los cerros de Petare, en Naguanagua, en el hervor de Maracaibo, en la curva infinita de Choroní? ¿Queda en la postal del Salto Ángel? A todas estas, ¿cuántos venezolanos hemos estado realmente en sus aguas? ¿Cuántos selfies nos hemos hecho con un araguaney a nuestras espaldas? ¿Hemos construido nuestra infancia rodeados de tucanes y estepas llaneras? Una estricta mayoría solo entona esas palabras en canciones y arrebatos de frontera. Entonces, ¿dónde está eso que llamamos patria, que hace que tanta gente muera por ella, se despeche por ella, o se oculte de ella? ¿Está en ese tótem caraqueño que es el Ávila? ¿Está en los pinchos de sospechoso origen del Estadio Universitario? ¿En la entrañable Polarcita? ¿En la garganta de Oscar D’León, en las arepas de medianoche, en el humor eterno, en esa tragedia que llaman la viveza criolla? ¿Está en el miamoreo, en el buenos días con queso guayanés, en el chalequeo sin pausa? ¿En el oropel devaluado del Miss Venezuela? Quizás está en todos esos lugares y en ninguno. Quizás la patria es como el alma, un algo intangible, un territorio invisible que circula por nuestras emociones de forma escurridiza y magnífica.
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Hoy son muchos los que se han ido del país con las cenizas de lo vivido en el equipaje. Unos han sabido pasar la página, como quien supera una capitulación amorosa luego de un largo desfile de sollozos. Otros se han quedado atascados en la nostalgia. Y hay quien ha preferido renunciar de raíz a su propia raíz. Todas son formas de supervivencia. Porque irse de tu geografía tiene mucho de orfandad. Y ante ese frío mortal cada quien decide abrigarse como quiere. O como puede.
En estos años, tan marcados por la sensación de fracaso como sociedad, hemos aprendido a odiarnos. Y denigramos de lo nuestro. Y nos parece risible ser hermanos de la espuma, de las garzas y de las rosas (que tampoco es que son muy autóctonas las rosas). Y vemos por encima del hombro nuestro propio pasado. Y nos acusamos de vulgares y rústicos. Y decimos que somos demasiado maracuchos o excesivamente caraqueños.
Muchos afirman que el país donde nacieron ya no existe. Y es verdad. Pero tampoco es el de Guaicaipuro, ni el de Bartolomé de las Casas, ni el de Miranda o Boves, ni el de Teresa de la Parra o Rómulo Betancourt. Ni siquiera el de Reverón, Cabrujas o Vicente Gerbasi. No es el país de nuestros ancestros, ni será el de nuestros nietos. Los países van cambiando, como la gente, como la historia. Como esa embocadura de noticias que es la tecnología.
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Hay quien argumenta que es absurdo quedarse en un país que se hunde cien metros cada día. Que salvarse es lógico. Y sí. Uno tiene derecho a salvarse. Pero también tiene derecho a decidir si lo hace adentro o afuera.
Hay quien justifica su decisión de irse juzgando a los que se quedaron. Y también existe el terrible viceversa. Hay quien se atreve a prohibirle a todo el que esté afuera que opine, sugiera o se duela. Y está el que a millas de distancia decreta la mejor vía para llegar triunfalmente a Miraflores.
Hay tantas maneras hoy de ser venezolano.
Condenarnos unos a otros es un ejercicio infecundo y pernicioso. En rigor, es tan difícil irse como quedarse. Es imposible sobrevivir sin heridas a cualquier decisión que se tome. Sabemos que el verdadero exilio es emocional. Que la mente se va primero que los pies. Que el corazón gestiona sus propios pasaportes. Que podemos divorciarnos del país así sigamos durmiendo bajo su misma luna. Y también ocurre que hay quien ya en otra orilla no deja de destilar la punzante noción de desarraigo. Ocurre que el afuera te puede deformar la mirada. O afinártela. Todo depende de la forma en la que te asomes al país. Y de la ventana que elijas.
Pero el rizo se hace más doloroso cuando terminamos condenando a un gentilicio entero por los desvaríos de un grupo de bandoleros que corean estribillos revolucionarios. Y por nuestra torpeza o desencuentro para conseguir el remedio a esta desventura monumental.
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Nadie puede abandonar a un país del todo. Adonde vayamos, él irá con nosotros. Nos acompañará en la manera de descolgar nuestra risa, en la cadencia del habla, en el ímpetu de los abrazos, en el baile y en el paladar, en esa forma de ser cercanos y excesivos. Seguiremos siendo caribes en las calles de Lisboa o Montreal. Caraquistas o magallaneros en los suburbios de Berlín o en el metro de Nueva York. Vinotintos en la derrota y en el gol de última hora. Ruidosos y entrañables. Permisivos, sensuales e irresponsables. Pónganos usted el huso horario, la dosis de nieve, el idioma que desee, igual seremos lo que no tenemos más remedio que ser, a mucha honra para millones, a tanta pena para otros: venezolanos. Como lo diría un colombiano: supremamente venezolanos.
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El hecho es que se nos anda desgajando el corazón por los amigos que parten cada semana, los vecinos que migran en manada, los profesionales que saltan al vacío del quién sabe. Hoy discutimos en todas partes sobre esa herida en progreso que es el éxodo venezolano. Pero ese conflicto -hay que decirlo- solo lo tiene un sector de la población, pues para ejecutar esa operación de alto impacto ciertas condiciones aplican.
En cambio los otros, millones de otros, están rudamente entrampados en una pesadilla de distinto calibre. Una muchedumbre que sobrevive con el golpe seco de la resignación en su pecho. Esos otros no hablan de España, Panamá o Chile. Es una duda a la que no tienen acceso. Se montan unos sobre otros y no ven las costas de Florida. Se empinan. Se encaraman. Y nada. No ven más que incertidumbre en el paisaje de sus próximos años. Por más que lo deseen, no pueden irse. El mundo es del tamaño de su barrio, pueblo o caserío. Del grosor de su bolsillo. El pescador de Juan Griego, el agricultor de Timotes, el jornalero de Zaraza, el indígena de la Goajira, el motorizado de Catia, cada uno de ellos y su profuso entorno están atrapados en esta emboscada de la historia. No hay puerta de escape para ellos. Ni escalera de emergencia. Ni foto posible en el aeropuerto de Maiquetía.
Irse no es el dilema de sus insomnios.
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Los otros son muchos rostros. Rostros que hacen ocho horas de cola para comprar migajas de comida. Que ruegan a Dios de lunes a lunes. O que piensan que Dios está demasiado distraído. Los que no saben ni sabrán lo que es un Walmart, una clínica en Houston o un colegio en Madrid. Son los que se quedan porque no queda otra. Porque la vida no les alcanza para más.
Y están también los otros. Los que gritan patria con dólares a 6,30. Los que viven en clubes, aviones y capitales del primer mundo en nombre de Chávez. Los inescrupulosos. Los que decidieron saquear la última gota de petróleo en nombre de un resentimiento.
Se nos anda desgajando el corazón todos los días.
En nombre de los que lograron irse y no volverán. De los que apuestan por la migración del retorno. De los que reniegan del país. De los que lo añoran hasta el temblor. De los que se han enriquecido hasta la indecencia. De los que ya son cadáveres de un pillaje llamado revolución. De los que insistimos porque queremos. O porque no hay más remedio que insistir.
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Son tantos los otros que somos todos. El país. Todos. Tan distintos y tan en la misma palabra: Venezuela. La palabra que vamos a recuperar a pesar de tanto. La palabra que nos arropa y empina. La que decimos cuando preguntan de dónde venimos. La que pronunciamos cuando nos interrogan sobre tanta nostalgia. La palabra donde hemos sido mejores y necesitamos volver a serlo.
La patria, eso tan intangible y contundente, cabe en cuatro sílabas. Y todos, nosotros y los otros, los otros que somos todos, nos contenemos en ella. Y la convertiremos, así sea con dolor y terquedad, en una forma de victoria. No tenemos otra opción. No hay otra contraseña posible.
Leonardo Padrón