En Venezuela, “Estado torcido” y no de Derecho –a pesar de que la Constitución proclama que tenemos un Estado de Derecho y de Justicia, imponiéndose la voluntad de un hombre y no la de la ley– brilla por su ausencia la forma de hacer efectiva la voluntad contenida en las normas, esto es, un verdadero proceso con un juez imparcial e igualdad entre las partes.
La justicia penal, en particular, se ha convertido en un instrumento político, escenario para resolver conflictos de poder con la máxima efectividad de la amenaza para el bien más importante después de la vida: la libertad.
La lucha por el poder se ha servido del más perverso de los recursos como es la utilización de la justicia como instrumento de venganza y retaliación política.
Los procesos penales que se inician contra disidentes carecen de toda legitimidad y de toda base legal. Se recurre a la justicia penal para perseguir a los enemigos políticos; se utiliza a los jueces para sustituir la voluntad popular; se inhabilita a los líderes políticos y se les reduce a prisión en lugar de combatirlos con ideas y en la calle, ante el juez del pueblo.
El triste y lamentable espectáculo de simulacros de juicios ya pactados y resueltos con la connivencia de jueces y fiscales, bajo instrucciones que provienen del “alto gobierno” cuya decisión se hace pública con la grotesca caricatura de togas indignas, constituye el reflejo vergonzoso de la justicia que se administra “en nombre de la revolución y por autoridad de la ley”.
En esta realidad que ha acuñado nuevas y trágicas figuras como la del “patriota cooperante” o “fuente viva de información”, sinónimo de delatores anónimos, institucionalización de la figura del “sapo”, repudiada en Venezuela; de una flagrancia que no es tal, ya que no hay ningún rastro de delito; se recurre a tipos delictivos que nada tienen que ver con las conductas lícitas perseguidas, en pretendidos juicios por traición a la patria por acudir ante organismos internacionales de protección a los derechos humanos de rango constitucional; por conspiración, en razón de la expresión de ideas políticas; de “corrupción espiritual”, por el cumplimiento del deber de una juez; por asociación para delinquir, por pertenecer a un partido político de oposición; o por la herejía, ahora anatematizada del “desacato”, que no existe como delito en el Código Penal, sino en supuestos específicos de leyes especiales.
Por supuesto, todos estos calificativos, merecedores de las más graves sanciones del ordenamiento jurídico, se estrellan contra el sentido común ignorado por los leguleyos de oficio.
La confusión que se crea en la colectividad adquiere dimensiones de extrema importancia, encontrándose en juego la libertad de los que caen en la ruleta de los perseguidores en el poder.
Pero, de otra parte, ante la politización de la justicia, esta se pretende reforzar atribuyendo a los órganos políticos pretendidas decisiones que corresponden al sistema judicial.
En tal sentido, debe quedar en claro que la Asamblea tampoco puede dictaminar sobre la responsabilidad penal de un funcionario, bien sea del presidente de la República o de otros servidores públicos. El juicio que puede llevar a cabo la Asamblea sobre la actuación del primer mandatario es político exclusivamente y si de la investigación o debate llevados a cabo en ese juicio surgen elementos que hagan presumir que puede iniciarse un juicio penal, deberá solicitarse a la Fiscalía el correspondiente antejuicio y declarado con lugar la existencia de mérito para el proceso al presidente, solo se podrá actuar con la autorización de la Asamblea.
Una vez más se impone luchar por la afirmación y el rescate del Estado de Derecho, en contra del “Derecho de Estado”. Solo separando la política de la justicia, cada una en su lugar, lograremos avanzar en el camino que nos conduce hacia la paz y a la convivencia civilizada. Se trata de afirmar el derecho de los ciudadanos y no el de los enemigos, que no es derecho.