Los tyranno-saurus / José Rafael Herrera

Por José Rafael Herrera

La tiranía, desde siempre, ha estado emparentada con los llamadose55ea19d9a7935c30dea1a6d37ed4c70_400x400 ‘saurus’, esos lagartos enormes, gordos y cabezones, cuya insaciable voracidad tantas veces delineó, con magistral plasticidad,  Pedro León Zapata. Es verdad que las superproducciones cinematográficas de Hollywood los han representado una y otra vez, hasta el paroxismo tecnológico de los ‘efectos especiales’, propio de la ratio instrumental contemporánea. ‘Jurassic Park’, bajo la dirección de Spielberg, es una clara muestra de ello. Su trama narra la experiencia de un grupo de personas que visitan un selvático –y aparentemente paradisíaco– parque de diversiones que tiene como atracción principal un nutrido grupo de saurios clonados. Las consecuencias del experimento son harto conocidas por todos. El mensaje de fondo de Spielberg –que, en realidad, es de Michael Crichton, el autor de la novela– es bastante claro: cuando los hombres intervienen para tratar de modificar ‘el curso natural de las cosas’ las consecuencias terminan siendo catastróficas. La fe positiva y el entendimiento abstracto ‘se pagan y se dan el vuelto’.

Que la teología haya fijado su ‘santa sede’ en Hollywood no es cosa nueva. Tampoco lo es el hecho de que la reproducción e instrumentalización del conocimiento estén al servicio de los insondables misterios del todopoderoso. Misterios, por cierto, nunca revelados y de los que no se está permitido dudar, ya que sólo conviene seguir, fielmente, el mandato de “la Ley”. Religión y positivismo son caras de la misma moneda. No se puede preguntar, en consecuencia. Sólo cabe obedecer el orden prestablecido. Esta parece ser la diferencia entre la positividad religiosa de ciertos cineastas y la libre e irreverente creación de los auténticos artistas, más cercana a la espontaneidad de la Grecia clásica que a los misticismos característicos de la tradición orientalista. Y esta es la razón por la cual se puede afirmar, con propiedad, que Zapata fue un artista pleno, es decir, un creador en sentido enfático.

Las clonaciones generan mutaciones. Mutar es hacer, crear, producir. Sin cambio no hay creación y sin creación no hay ni sociedad ni historia. Es por eso que no existen límites para las infinitas mutaciones de la creación artística. Lo que la hollywoodense versión popperiana del falsacionismo prohíbe –“de lo que nada se puede decir es mejor callar”–, se hizo reto de vida en Zapata. Más aún, se puede afirmar que concibió la caricatura –los “zapatazos”– como una auténtica creación estética, necesaria para poder decir lo que no se puede decir. Y fue por cierto de la clonación de la tiranía con el lagartinaje –que incluye a los sapos– que surgió esa extraordinaria denuncia que representa la figura del ‘hombre fuerte’ y voraz, del típico caudillo militarista, del sanguinario tyranno-saurus, enemigo de la tolerancia, la diferencia y las libertades republicanas, que tienen su origen, precisamente, en la Grecia clásica.

Dos concilios tyranno-sauricos se han celebrado recientemente. El primero de ellos “en el Estado Margarita”, con la presencia de cretácicos de la talla de Mugabe y Castro. El segundo, en las lejanas tierras de Ciro y Darío, esta vez, con la estelar participación de los terópodos Erdogan y Putin. Ni siquiera Hollywood ha podido reunir tantas especies tyrannicas en escena. Por cierto, se notó la ausencia del último ‘nano-tyrannus’ de América, aunque era comprensible, dada su vertiginosa caída en las encuestas, a causa de su especial gusto por la carne de cerdo. Afuera quedó también “Peque”, el “Bebé Sinclaire”, dando mazazos en el vacío, con intrigante desquicio. En todo caso, ya era suficiente con una cumbre. Pero que en tan breve lapso de tiempo los antediluvianos hayan realizado dos concilios ya es cosa preocupante. Se comprenderá: la preocupación no hace referencia tanto al mundo civilizado como a ellos mismos, pues, finalmente, han comenzado a percibir que el tiempo se les agota. Les llega “la era de hielo”. Postrados ante su violencia, se van muriendo de ella. Fue Maquiavelo quien, según Hegel, afirmara que “la indiferencia de los súbditos frente a sus soberanos así como de estos frente a serlo, es decir, a comportarse como tales, termina haciendo superflua la tiranía”. Y es que pareciera que “la tiranía es derrocada por los pueblos en nombre de que es execrable, vil. Pero, en realidad, solo porque es superflua. Su divinidad es sólo la divinidad del animal, la ciega necesidad; en ella, precisamente, reside el mal y por eso merece la execración”.

La labor del conocimiento –si es que pretende sinceramente contribuir con el desarrollo de la historia humana– no puede consistir en silenciar al pensamiento. El ideal epistemológico de las elegantes explicaciones matemáticas, neutro, unánime y lapidario, fracasa ahí donde el objeto mismo –la sociedad– no es ni neutro ni unánime ni lapidario, toda vez que evidencia la fuerza de su diferencia ante un sistema categorial de lógica discursiva que habitúa anticiparse a la objetividad. Su punto de vista, en efecto, termina por coincidir con el dogma. Quienes izan las banderas del conocimiento científico “puro” no han comprendido aún que toda clonación es, lejos de lo que se suele creer, una mutación, un cambio en su propia estructura: el resultado del nada “natural” devenir de la historia. Los tyranno-saurus no pueden ser clonados sin que en ellos ya se encuentre presente el “germen genial” del progreso, de la mutación, malgré les. Y cuando no lo aceptan, cuando se niegan a asumir la fuerza del cambio, perecen irremediablemente. Sin este germen son sólo fósiles dignos de museos o mausoleos, similares a los que asisten a ciertos concilios. Son los que nada saben de recuerdo ni de concreción y viven para la muerte.

Quizá resulte interesante y hasta divertido ver a estos grandes reptiles, auténticos monstruos surgidos durante el triásico y hegemones del jurásico, desde las pantallas o detrás de los aparadores de las galerías o en los parques de diversión: escamosos, dientones, verdes, secos, rígidos. Pero los de Zapata son la denuncia de un repugnante espectáculo: el de aquellos que creen poder resucitar aplastando con su ferocidad a los demás. Son los que se niegan a comprender que ya su tiempo se ha extinguido para siempre.

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