Publicado en caraota digital
Ya no se necesita cometer un crimen en Venezuela para ir a la cárcel. Le puede pasar a cualquiera. Sobre todo a cualquier desprevenido que crea que estamos en una democracia. A cualquiera que sucumba a la escandalosa idea de decir lo que piensa, o a la ignominia de trabajar en una empresa privada, o a la indecencia de reclamar vida para la letra muerta de la constitución. Sonará exagerado. Se dirá que todavía puedo escribir textos de este talante sin que nadie me arroje a un calabozo. Quizás. ¿Pero por cuánto tiempo?
En días pasados escribí para El Nacional una crónica sobre la sostenida lucha que ha librado, entre otras ONG, el Foro Penal Venezolano para defender a innumerables venezolanos detenidos por protestar en las calles, por estar en el sitio equivocado, por defender a una víctima, por ser estudiante y rebelde, en fin, la lista de argumentos es tan larga como inaudita. Las cifras de detenciones que maneja el FPV demuestran algo perturbador: en los tres años de gobierno de Maduro la represión se ha incrementado de forma vertiginosa, dejando en pañales desechables los 14 años de represión de su antecesor y padre metafórico, el mesías que nos trajo el apocalipsis.
Lo más inquietante es que la represión continúa aumentando. Con la velocidad de los segundos. Y ya ni siquiera hay formalismos judiciales. Solo arrebatos y caprichos. Varios casos han alarmado al país en los últimos días. Ejemplos sobran. Por ejemplo: un equipo técnico de grabación es llevado a la cárcel por grabar un video para una campaña de Primero Justicia. Pero hay más crímenes. Unos más graves que otros. Está el de Alejandro Puglia, preso por volar un dron. El de Braulio Jatar, preso por ejercer su oficio de periodista. El de Layra Parra, gerente de distribución de alimentos en Yaracuy, presa por …bueno, por trabajar para Polar. El de 22 empleados más de esa empresa, que han sido detenidos, acosados o amenazados. El crimen de Pancho y Gabo, presos por cargar en su carro Bs. 3 millones en efectivo y volantes con el rostro de Leopoldo López (Sí, Gabo ya está libre por mediación de Zapatero, ¿y Pancho?). El de Yon Goicochea, por ….bueno, por pertenecer a Voluntad Popular. El de Daniel Ceballos, por tener un Pen Drive que nadie sabe si realmente tenía. El de Carlos Melo, por tener un cinturón supuestamente incendiario. El de Coromoto Rodríguez, por….bueno, por ser el jefe de seguridad de Ramos Allup. El del alcalde Delson Guarate, por las razones que sean, incluso “ambientales”. Y así. Los ejemplos se multiplican como epidemia. Sin contar con Antonio Ledezma. Ni con Leopoldo López, cuyo crimen es ser Leopoldo López. Ni con las decenas y decenas de personas que están arruinando sus vidas en las distintas cárceles del país.
Estos inventarios solo estimulan a los voceros del régimen a declarar al unísono: “Sinceramente, no entiendo de dónde sale la idea de que en Venezuela hay presos políticos”.
Mientras tanto, los verdaderos criminales siguen prosperando a sus anchas. Asaltan a un equipo completo de fútbol en un autobús. Atracan a un puñado de estudiantes de la USB en otro autobús. Un grupo armado siembra el terror en el Hospital Universitario. Roban por onceava vez en el año al Museo del Transporte, patrimonio histórico y cultural del país. Matan a ancianos en sus casas. Secuestran día y noche a la gente en la calle. Masacran policías. Realizan operaciones comando y saquean edificios, clubes, casas. Lanzan granadas como quien reparte caramelos. Degüellan, mutilan, queman. Han hecho de la muerte una fiesta macabra. Los especialistas hablan de 18 mil bandas armadas. Y, nosotros, el resto de los ciudadanos, somos su patio de juego, su oficina de trabajo, su desfile de víctimas. Nadie se mete con ellos. Apenas uno que otro disimulo. Reinan a sus anchas. Le dan palmadas tiernas a su gran cómplice: la impunidad.
Pero tú, no hables de revocatorio, no pidas elecciones regionales, no presiones a las rectoras del CNE, no exijas que se cumpla la constitución. No cometas tantos crímenes a la vez. Capaz y termines de bruces en un calabozo por el sórdido delito de ser demócrata.