“La vida en este país se parece mucho a la vida en un barco que se hunde”, escribe Coetzee en su novela La Edad de Hierro, una historia cuyo tiempo transcurre en el apartheid suráfricano. Pero es una frase que podríamos decir los venezolanos en este deshecho siglo XXI por el que, a duras penas, transcurrimos. Ya nos superan en perplejidad las historias de hambre que observamos. Cenar pan y café es un lujo para muchos hogares. El penar de las colas en busca de alimentos ha trastornado por completo la dinámica del país. La gente malbarata días enteros de su vida en filas minadas por la humillación, los insultos y el hartazgo. Días que deberían servir para ejercer la normalidad. Pero lo que durante siglos se consideró normal, se nos fue por ese albañal que es la revolución. Ya no caben más patadas en el asombro. Se siguen sumando nuevos seres humanos a la delincuencia. Las noticias que deberían paralizarnos las hojeamos con costumbre. Por ejemplo, en estos días, así como al desgaire, varias noticias se daban codazos para llamar la atención, sin mucho éxito. Una poseía un titular crispante: “Hallados dos cadáveres degollados en la pasarela Dividivi de la carretera Cúa-Charallave”. La foto que acompañaba la noticia era aún más sobrecogedora: la imagen nocturna dejaba ver dos cuerpos que espectralmente colgaban de sus pies. Como estalactitas hechas de piel humana. No tenían manos. Habían sido degollados, mutilados y acuchillados. A los asesinos se les acabaron los verbos de la violencia que usaron contra estos dos hombres. Con el mismo estupor, luego comprobé cómo tal noticia terminó sepultada ante la avalancha informativa de un lunes cualquiera. Dos días después, en las redes sociales, me topé con una foto que ya lo decía todo. No era necesario leer el titular. Un hombre, en cuclillas, cuchillo en mano, destajaba el cadáver de un perro callejero en las inmediaciones del mercado de Quinta Crespo. Era la escena de un país acosado por el hambre, sin duda. Pero aún así, en algún canal de televisión por cable, un joven animador, haciendo gala de lo que él debe suponer un sensacional sentido del humor, retozaba con los resultados de una encuesta que realizó donde le preguntaba a los televidentes si el cadáver del animal era el de A) Un perro; B) Un cabrito; C) Un chivito, D) Otro. Los diminutivos eran del inefable comediante. Confieso que en estos casos el humor, más que cruel, se torna indecente, ofensivo.
Un país así no va para ningún lado. Si permitimos que la indolencia crezca, como crecen las uñas invisiblemente en las noches, estamos perdidos. No es solo una marcha multitudinaria la que nos va a rescatar. Ni un nuevo mesías. Ni basta con esperar que alguien nos indique el rumbo. Y esperar que nos guste lo que ese alguien proponga. Aquí cada quien tiene su responsabilidad. Toca vernos crudamente en el espejo y hacer el diagnóstico: somos una sociedad infectada. Estamos enfermos. Toca sacudirnos rudamente la conciencia. Activar las alarmas de eso que llaman alma. Desterrar las bacterias de la resignación. Toca curarnos con urgencia. Antes que ya nada valga la pena. Ya no importa si eres un irreversible hijo de Chávez o un demócrata de tradición. Ya no es tema si te dicen camarada o me llamas oligarca. Sencillamente, no se nos puede olvidar que somos seres humanos. Y como tales debemos volver a comportarnos.
Todo infierno tiene una puerta de salida. Toca salvarnos o extinguirnos en el fuego de esta pesadilla.
Leonardo Padrón
por: CaraotaDigital – agosto 18, 2016