Los ciclos históricos son períodos de tiempo o “variaciones de fases temporales”, como los denominan los expertos, cuyo orden, progresión y direccionalidad no presentan, necesariamente, una sucesión de menor a mayor o de menos a más, como se cree. No hay linealidad en la historia. Lo ha mostrado densa y rigurosamente Giambatista Vico, el gran filósofo de la “naturaleza común de las naciones”, quien, según Jorge Luis Borges, construyó la teoría de los ciclos “menos pavorosa y melodramática, por lo que, con tal objetivo, desenterró la intolerable hipótesis griega de la eterna repetición, y procuró deducir de esa pesadilla mental una ocasión de júbilo”. Tampoco hay ‘eterno retorno’. Quizá sea por eso que, a diferencia de Vico, y como sentencia Borges, “el optimista flojo imagine ser nietzscheano”.
En Vico, el movimiento cíclico transcurre de un modo similar, pero no por eso idéntico. De hecho, que algo sea análogo no quiere decir que comporte identidad. Se trata, en todo caso, de una concepción circular, pero no cerrada, que va construyendo su itinerario no en medio de la asfixiante rotación del círculo cerrado, vicioso, sino, más bien, mediante una trayectoria espiral. Y es en esa infinita sinuosidad, en ese proceso continuo de cursos y re-cursos, que el presente adquiere su más concreto significado, porque es en él que se pueden comprender -a un tiempo, superar y conservar- el pasado y el futuro, toda vez que el presente –nuestro “aquí y ahora”– es la forma efectivamente concreta de toda vida social. Los ciclos del tejido de la historia son, en consecuencia, de factura humana. Son el resultado de la creación y re-creación de la sustancia objetiva que ha llegado a reconocerse sujeto.
Hay, pues, “razón en esta locura”, como le dice Polonio -fiel chambelán del Rey de Dinamarca- a Claudio, el tío usurpador de Hamlet. En la medida en la cual un pueblo en crisis se reconoce a sí mismo, en esa misma medida reconoce, a la vez, sus más antiguos y cercanos misterios. Ángeles y misterios se conjugan en el Espíritu de un pueblo, iniciando así el armonioso concierto de un nuevo ciclo de la historia, un nuevo amanecer, en el que se va configurando un naciente, diverso y -siempre- más antiguo consenso en y para la civilidad. La historia es el laberinto -diría Vico, la espiral- que se sabe libre en la conciencia de su propio caos. Y, por cierto, es en virtud de la objetivación del nuevo consenso del presente que se cierra -¡por fin!- este famélico, decadente y doloroso ciclo de la historia en Venezuela. Con ello, el poder comienza a retornar a sus orígenes, a las manos de sus auténticos demiurgos. Es el llamado “poder originario”. La serpiente se va mordiendo la cola y su fin se aproxima acelerada e inexorablemente. Pero no para volver atrás, sino para cumplir el nacimiento de un nuevo ciclo.
La hora es de reconocimientos y consensos, de esfuerzo y honestidad. Más que de vendetta es hora de justicia y, sobre todo, de lucha para que cambie todo a fondo. Por eso mismo, conviene recordar que “A los que están entrando en los mismos ríos, otras y otras aguas sobrefluyen”, como decía Heráclito, el efesio inmortal. Era Marx quien observaba -sin duda, siguiendo muy de cerca los ciclos de la espiral viquiana- que cuando la historia se repite dos veces la primera vez lo hace de un modo trágico, mientras que la segunda lo hace de un modo cómico, ridículo, falso. “Los bárbaros -dice Vico- carecen de reflexión, que, mal usada, es madre de la mentira”. Por eso mismo, y para citar de nuevo a Marx, “Deucalión, al crear a los hombres, echó a sus espaldas piedras; así también la filosofía echa a sus espaldas los ojos (la osamenta de su madre son lucientes ojos), cuando su corazón se entrega decididamente a la creación de un mundo”. La Venezuela que se viene tiene el compromiso de dedicarse con afán y saber, precisamente, a la construcción de ese ‘nuevo mundo’. El espíritu no reposa, ni puede hacerlo. El pensamiento demanda su derecho. La vana esperanza -esa que siempre retarda, que engaña, que no hace, inútilmente, más que esperar- no es apta para desarrollar con la necesaria plenitud el nuevo ciclo. Para el país se hace impostergable el momento de salir de “la hora del burro” de la historia.
Sólo un cuerpo de intereses anacrónicos, reaccionarios, puede negarse a cambiar lo que objetivamente ya no se puede detener. La malandritud, la ritornata barbarie fascista, con sus formas ostentosas de concebir el poder; con sus grotescas maneras de saquear las riquezas de todo el país, hasta la saciedad; con el secuestro y enajenación de la “sobrestructura jurídico-política”; con su vulgar e ignorante prepotencia narcótica, toca sus últimos acordes, lúgubres y bufos. Son los acordes de una -la suya- tristísima opereta. Auténticos jinetes del Apocalípsis, usan la fuerza y el chantaje, como último recurso, para tratar de convencer -o, más bien, de amedrentar- a los más desprevenidos de que sin ellos se aproxima “el fin de los tiempos”. Vano afán. Ya es muy tarde. Porque si ya antes, objetivamente (económicamente), estaban dadas las condiciones para su precipitación y sólo se sostenían por la gracia de la manipulación ideológica, ahora, subjetivamente (social y políticamente), la decepción, devenida indignación, los ha puesto en evidencia. Nada más que hacer. El desengaño y el hastío se han apoderado de las calles del país entero. Como se sabe, la inercia es una incapacidad del cuerpo para poder modificar por sí mismo el estado de movimiento o reposo en que se encuentra. Los “motores” no funcionan. Nunca lo hicieron ni lo harán. Tampoco hay “motor inmóvil”. La pérdida del movimiento del cuerpo entero de un Estado en descomposición ya tiene fecha de vencimiento. Como nunca antes, el monstruo serpentino, el uróboros, anuncia el inicio de un nuevo ciclo de la historia y, en el horizonte, se divisa el “lucero de la mañana”: las primeras luces de la aurora.
@jrherreraucv