Cuando el finado presidente comandaba el país y daba órdenes imperiosas a sus ministros desde su programa dominical, el cargo más ornamental e inútil era el de canciller. La política exterior la ejercía personalmente el difunto mandatario, era su exclusivísimo coto de caza, su estudio de televisión planetario donde él y sólo él podía brillar sin sombra alguna.
Aparte de la chequera petrolera, tenía un avivado olfato para épater le bourgeois, amablemente, con un chiste aquí, un puyaíto en la barriga más allá, un comentario galante por acá. Era un espectáculo ver a los presidentes del Alba –y algunos otros– sonreír embrujados, reír con sonoridad agradecida los retruécanos en contra del imperialismo variopinto, darse golpecitos en las costillas con los codos en gesto de trascendencia cómplice. El hombre manejaba bien los escenarios internacionales, con alguno que otro estropicio.
Quizás esa sea la razón del desastre de la política exterior del presidente Maduro. Cuando fue canciller, su jefe no le dejó espacio posible de discernimiento, estuvo siempre a la sombra de su vehemente presencia internacional. El estruendo de la diplomacia venezolana actual ha adquirido niveles tales de comicidad y fracaso, de improvisación y altanería, que ya se ha convertido en materia de crueles comentarios en los ágapes que se suceden en tantas embajadas de la región, y en los apartes que se hacen en las reuniones de organismos internacionales.
De la reunión del Consejo Permanente de la OEA sale el equipo internacional gubernamental con los votos en la cabeza, pero cantando victoria, cuando había sido derrotado al no poder impedir la discusión del Informe Almagro, tal como pretendía. En UNASUR, su secretario general, el expresidente de Colombia, Ernesto Samper, no encuentra manera de tapar la gravedad de lo que acontece en el país. Y el fiasco de la Presidencia Pro Tempore de MERCOSUR, no ha podido ser más grave. (Incluso se le pidió a Venezuela que se retirara de una reunión de los miembros fundadores en la que pretendía participar sin tener facultad para hacerlo). ¡Nos reservamos el derecho de admisión!
Se niega que hay emergencia humanitaria y un estimado de 130.000 personas inundan la ciudad de Cúcuta, en Colombia, buscando comida, medicinas o lo que encontraran, y el acontecimiento es televisado al mundo entero marcado por un comentario extendido entre los presentadores de los noticieros: se diría que es Siria en pleno conflicto bélico. El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos le pide al gobierno que acepte la ayuda humanitaria de alimentos y medicinas para paliar la situación de escasez, pero hasta hoy (miércoles 20 de julio en que se escribe), no hay respuesta.
Quienes no estamos en la jugada, podemos, al menos, suponer que las visitas del subsecretario de Estado estadounidense, Thomas Shannon, no han sido para verificar el estado de la autopista La Guaira-Caracas, o Caracas-La Guaira, según sea usted de los Tiburones o de los Leones. Y que la presión de un apretón de mano su huella deja, entre sonrisas de ocasión.
Pero el gobierno sólo sabe gesticular airadamente, vociferar consignas vencidas por la inutilidad de sus años, ocultar lo que debería ser una seña abierta, una muestra responsable de que se quiere enmendar tan calamitosa gestión. El último enroque plenipotenciario nos mantendrá en ascuas hasta que muestre su rostro definitivo. Pero tendrá que convencer a una comunidad internacional cada día más atenta–finalmente– a los despropósitos de quienes han utilizado los mecanismos propios de la democracia para vulnerarla.
Los pasillos del mundo, están cambiando.