“Apureños endulzan el café con chupetas”. Ese es el titular de la noticia con la que me topé hace días. Una noticia extravagante. Un titular que refleja, en un soplo, el drama de la escasez alimentaria que sufre Venezuela. El video muestra a dos humildes mujeres en la cocina de su vivienda en el Sector Los Vencedores (sí, así de irónico es el nombre de la ruinosa localidad) del Barrio Santa Teresa, en San Fernando de Apure. Ante el escandaloso precio de un kilo de café (Bs. 5.000 o más) y del azúcar (de Bs. 3.500 a 4.000 el kilo) optan por comprar 30 gramos de café por Bs. 400 (“esta tetica”, dice una de ellas, mostrando el fondo apretado de una bolsa plástica). ¿Y para el azúcar?, pues ante la escasez de la misma y del papelón, deciden comprar dos chupetas, a Bs. 100 cada una. Las mismas chupetas que en otros tiempos desembocarían en las bocas de sus hijos. En una olla maltrecha ponen a hervir el café y le colocan las dos chupetas, que se van deshaciendo y traspasando su dulzor. “Claro, no endulza igual que el azúcar, pero…”. El bendito pero que implica su tanto de desaliento y su mucho de resignación. Esa fórmula, que tiene de ingenio lo que tiene de triste, les sirve para confeccionar el café de la tarde. Y ya. Vuelta a la escasez.
En un artículo de prensa, Álvaro G. Requena, un médico psiquiatra alerta a sus lectores de entrada: “tendrán que perdonar este desanimado artículo que hoy escribo”. Y pasa a relatar las dificultades para ejercer su oficio dada la escasez de medicinas. Cierto, nada que no sepamos. Pero el final del texto es francamente inquietante: “estoy viendo pacientes que se están cronificando, desgastando y hundiendo en su padecimiento (…) A este paso resurgirán los manicomios y se harán necesarias las largas hospitalizaciones psiquiátricas del pasado, pero, tal y como están la cosas, ¿con qué los vamos a alimentar?”. Vaya pregunta. Sus cuartillas trazan un panorama poco menos que escalofriante.
El mismo día y en el mismo diario, un reportaje revela otra situación inédita en el país. Dice el titular: “La gente vende su ropa usada para comprar comida”. El artículo da cuenta de una nueva modalidad de supervivencia. Los venezolanos están sacando la ropa que ya no usan de sus closets, no para donarlas a los simpáticos niños del páramo o regalarlas a algún familiar, sino para venderlas a los negocios del ramo. La ecuación, en tiempos de revolución, es así: la gente necesita mucho dinero para comprar muy poca comida. Y, a la vez, una gran mayoría ya no tiene poder adquisitivo para adquirir prendas de vestir nuevas. “En diciembre, muchos estrenos fueron con ropa de segunda mano”, concluye un vendedor.
Las imágenes de niños y adultos hurgando en los basurales de los supermercados, peleándose por un rastro de lechuga o una porción de yuca, se han hecho habituales. Queda claro que no son indigentes. Es gente que ha caído en la pobreza repentina. Gente con hambre. Ya sin pudor ni escrúpulos. Una postal ruinosa, digna de un país africano.
Este costal de penurias debe cesar. Decía Charles Dickens que el hombre es un animal de costumbres. Cuidado. No nos acostumbremos a esta forma de respirar que posee hoy el país. No nos acostumbremos al hambre, al bochorno, a las salidas ingeniosas para paliar la adversidad, a la hiperinflación, al imperio del hampa (ese, el verdadero imperio), a la existencia de presos políticos, a la vejación pública de ciudadanos, a las cortinas de la censura, al abuso y la corrupción militar, al despotismo que nos gobierna y, sobre todo, a este nefasto anacronismo que hacen llamar revolución. No nos resignemos. Sería imperdonable. Por nosotros mismos. Por los hijos de todos. Por nuestra cédula de identidad. Porque la vida hay que honrarla. Porque somos seres nacidos para la decencia y el bienestar, y no un mapa de borregos dispuestos a la humillación. No nos acostumbremos. Sería el fin. Sería la calcinación de la materia humana que nos origina.
Leonardo Padrón
CARAOTADIGITAL – JULIO 07, 2016